Vegetan en el quinto infierno de la exclusión, allá donde no llegan las cámaras de los corazonistas de pitiminí. Casi mejor así, porque su pobreza no es nada fotogénica. Arrugas amarillentas, ojos siempre húmedos cada día más enterrados en un cráneo que anticipa despiadadamente lo que será —ojalá pronto, desean— una calavera. La comisura de los labios en permanente temblor y sellada para ocultar unas encías despobladas de dientes que ya solo pueden con purés de oferta y galletas María mojadas en un simulacro de café con leche. Mejor no sigo con el retrato. Demasiado duro incluso para los estándares de la marginación, donde por tremendo que parezca, también hay derecho de admisión, clases, categorías y compartimentos estancos. Quién coño va a ganar un premio al más solidario o al más chachiguay vampirizando historias tan corrientes y molientes como la de la vecina del cuarto o la del entresuelo.
No tienen mucho que contar ni demasiado que inventar. Fueron niñas en una época difícil. Tal vez jóvenes en otra no mejor. Se casaron —con suerte, con un buen hombre que no les levantó la mano aunque seguramente sí la voz— y criaron tres, cuatro, cinco hijos hoy muy caros de ver. Tuvieron la comida y la cena a la hora y el piso de cincuenta metros cuadrados en perfecto estado de revista. Profesión, sus labores, quedaron reducidas en el carné de identidad y más que probablemente en sus propias cabezas. Madres y esposas en la vida. Lo último, solo hasta que las caprichosas leyes de la biología y de la estadística enviaron al cementerio a sus maridos.
En lo sucesivo y para los restos fueron —son— viudas. Debieron acostumbrarse al vacío y la soledad, pero también a llegar a fin de mes con menos de la mitad de lo que ingresaba su difunto. 578 euros es el promedio engañoso. La inmensa mayoría apenas alcanza 462. Lo peor es que no parece importarle a nadie. Por invisible, su miseria no cuenta.