Una vez que parece que por aquí arriba nos vamos a librar del bochorno de la amnistía fiscal, siento una enorme curiosidad por ver lo que dará de sí allá donde sí se aplicará. A ojo de los cuberos económicos del Gobierno español, emergerán de las tinieblas 25.000 millones de euros —pagaría una caña y un pincho de tortilla por saber cómo se calcula eso— de los que, en virtud del mordisquito penitencial del 10 por ciento, quedarán en las arcas 2.500. Acostumbrados a las cifras estratosféricas que escuchamos, eso suena a pedrea miserable. ¿Merece la pena entregar la dignidad y los principios de la justicia recaudatoria a cambio de ese plato de lentejas? Hay quien ha decidido que sí, y como tiene mayoría absoluta y la vergüenza escasa, los demás, a tragar.
Supongo que nos lo ocultarán celosamente, pero me temo que el chasco será comprobar que no se rascará ni eso. Alguien que no se paró en barras para arramplar con mil no se conformará con novecientos, y muchos menos, si al señalarse como antiguo pecador intuye que se está cerrando la puerta a futuros desfalcos. La conciencia no es el fuerte de los depredadores. ¿Y el patriotismo al que han apelado Rajoy, Guindos, Montoro y Soraya? No contesto a eso porque el ataque de risa me impediría terminar la columna.
Tiene toda la pinta de que la única utilidad de esta ocurrencia será alimentar aun más la instaladísima idea que sostiene que pagar impuestos es de imbéciles o de pardillos agarrados la nómina. Por si no fuera suficiente con las fórmulas escrupulosamente legales para llevárselo crudo —siempre a partir de unas ganancias muchimillonarias—, se institucionaliza un perdón de saldo para quien ni siquiera se ha tomado la molestia de rellenar un par de impresos. O, peor aún, cuando a algunos los pillan con la mano en el tarro de mermelada, salen en tromba sus compañeros de partido a clamar por su sacrosanto derecho a la confidencialidad.