Perdón de saldo

Una vez que parece que por aquí arriba nos vamos a librar del bochorno de la amnistía fiscal, siento una enorme curiosidad por ver lo que dará de sí allá donde sí se aplicará. A ojo de los cuberos económicos del Gobierno español, emergerán de las tinieblas 25.000 millones de euros —pagaría una caña y un pincho de tortilla por saber cómo se calcula eso— de los que, en virtud del mordisquito penitencial del 10 por ciento, quedarán en las arcas 2.500. Acostumbrados a las cifras estratosféricas que escuchamos, eso suena a pedrea miserable. ¿Merece la pena entregar la dignidad y los principios de la justicia recaudatoria a cambio de ese plato de lentejas? Hay quien ha decidido que sí, y como tiene mayoría absoluta y la vergüenza escasa, los demás, a tragar.

Supongo que nos lo ocultarán celosamente, pero me temo que el chasco será comprobar que no se rascará ni eso. Alguien que no se paró en barras para arramplar con mil no se conformará con novecientos, y muchos menos, si al señalarse como antiguo pecador intuye que se está cerrando la puerta a futuros desfalcos. La conciencia no es el fuerte de los depredadores. ¿Y el patriotismo al que han apelado Rajoy, Guindos, Montoro y Soraya? No contesto a eso porque el ataque de risa me impediría terminar la columna.

Tiene toda la pinta de que la única utilidad de esta ocurrencia será alimentar aun más la instaladísima idea que sostiene que pagar impuestos es de imbéciles o de pardillos agarrados la nómina. Por si no fuera suficiente con las fórmulas escrupulosamente legales para llevárselo crudo —siempre a partir de unas ganancias muchimillonarias—, se institucionaliza un perdón de saldo para quien ni siquiera se ha tomado la molestia de rellenar un par de impresos. O, peor aún, cuando a algunos los pillan con la mano en el tarro de mermelada, salen en tromba sus compañeros de partido a clamar por su sacrosanto derecho a la confidencialidad.

Cuatro coches y una ayuda social

Han tenido que llegar las vacas flaquísimas para que los ayuntamientos cayesen en la cuenta de que llevaban años regalando un aguinaldo de la partida presuntamente social a quien, por ejemplo, tiene un chalé y una autocaravana. O a quien se ha comprado dos furgonetas nuevas en unos meses. O al propietario de un BMW, un Volkswagen Polo Coupe, un Hyundai y una Renault Kangoo. Desgraciadamente, no son casos figurados. Ni esos, ni el resto de los que enumeraba en DEIA Olga Sáez, con datos proporcionados por el consistorio de Bilbao, donde se han detectado 1.254 posibles fraudes. En Gasteiz hay otros cuatrocientos, más de quinientos en Barakaldo y así, me temo, suma y sigue. Mientras, el hombre del que les hablaba ayer, Luis Miguel Santamaría, duerme en la puñetera calle porque en las arcas de su municipio sólo quedan telarañas.

Está muy bien -a la fuerza ahorcan- que los administradores de esos dineros se echen las manos a la cabeza ahora que las cajas están vacías. Lo incomprensible es que no hayan movido un dedo antes. Siempre me ha maravillado la facilidad con que los guardianes del orden ciudadano encuentran mi coche para blasonarlo con una multa cinco minutos después de que me caduque la OTA y, sin embargo, no haya un cuerpo de husmeadores igual de efectivo para dar con estos trileros de las ayudas sociales. Basta pisar un poco la calle para saber que la mayoría de estos estafadores actúan a plena luz del día y que incluso los hay que, en lugar de ocultar su trampa, presumen de ella porque todavía está bien visto darle un bocado a la pasta pública.

Igual que la Gürtel

Merece la pena que nos detengamos en esa disculpa social -cuando no aplauso- del timo a la Administración. No falta quien lo tiene teorizado como una especie de redistrubición de la riqueza por las bravas o, sin más, como una muestra de inteligencia y osadía de quien lo comete. A mi me parece tan latrocinio como lo de la Gürtel o la Malaya. El tipo ese de los cuatro coches -que, por cierto, luego se compró un Mercedes descapotable y un Volkswagen Touareg- me despierta tanta simpatía como Cachuli o el tal Roca de los wáteres de oro.

Con dolor, anoto también la decepción que me ha producido ver que algunos colectivos que luchan a pie de obra contra la exclusión califiquen las investigaciones como “criminalización de la pobreza”. Seguro que algún munícipe sin entrañas ha aprovechado el viaje para cepillarse un puñado de ayudas justas. Denúnciese cada caso así, pero no amparemos a los que, sin necesitarlo, se lo llevan crudo.