De entre todas las formas de comunicar una muerte, me quedo con una de la cultura anglosajona. Tan escueta como impactante. Simplemente, al nombre de la persona fallecida se le añade una palabra: Respect, es decir, respeto. No diré que a partir de ahí sobra todo lo demás, pero sí que es optativo. Hay quien derrota por el panegírico porque es lo que le sale de dentro, quien no es capaz de expresar lo que siente, y quien lisa y llanamente no tiene demasiado que decir… o comprende que no es el momento de hacerlo.
El elogio fúnebre —ahí iba yo— no es obligatorio. Añado incluso que si es forzado o desmiente clamorosamente lo que se sostenía sobre el difunto cuando todavía respiraba, puede resultar un insulto póstumo, además de un ejercicio de fariseísmo que canta la Traviata. Tuve muy presente esta idea en las tres horas y media vibrantes del programa especial que le dedicamos en Onda Vasca a Iñaki Azkuna en cuanto tuvimos constancia de su fallecimiento. Aunque la ocasión parecía propicia y hasta por una ley no escrita de la profesión se hubiera disculpado, mi obsesión era que no se nos fuera la mano con el almíbar. Por sentido de la contención, sí, pero sobre todo, porque no me cuadraba con el protagonista real de ese tiempo de radio, que era el primero que sabía —me lo dijo un día de viva voz— que en su (inmensa) personalidad también iban de serie un puñado de imperfecciones. Naturalmente, en los muchísimos testimonios que recogimos primó lo laudatorio, lo emotivo, lo entrañable, lo sentido, que además lo era sinceramente. Pero no obviamos lo menos amable. Lo hicimos por y con respeto.