Suiza echa el cierre

Gran puñetazo en el plexo solar de los que cantamos las mañanitas de la democracia participativa. Suiza, esa Ítaca de las consultas donde un fin de semana se pregunta a los ciudadanos si se debe prohibir fumar en los restaurantes y al siguiente si quieren ampliar sus vacaciones quince días, acaba de aprobar en el referéndum número ene la limitación de entrada de inmigrantes. ¿De los subsaharianos, asiáticos o latinoamericanos? Qué va, esos ya estaban descartados de saque y sin mayor escándalo ni rasgado de vestiduras de la megaprogresía ortopensante. Ahora los que sobran, según el sabio pueblo helvético, son sus vecinos de la Unión Europea. Por descontado, rumanos, búlgaros y españoles, pero también —un momento, que me estoy aguantando la risa— franceses, belgas, holandeses… ¡y alemanes!

Si quieren buscar una atenuante, anoten que ha sido por una mayoría exigua. Los favorables a imponer cupos han ganado por apenas 19.500 votos, o lo que es lo mismo, por seis décimas. Pero el resultado vale exactamente igual: al carajo con la libre circulación que, según perciben más de la mitad de los compatriotas de Heidi, suponía una amenaza para la convivencia pacífica. Todo esto, en un paraíso con apenas un 3 por ciento de paro, donde se está estudiando implantar un salario mínimo de 3.300 euros mensuales y una renta básica universal de 2.000.

Lo definitivamente desconcertante de lo ocurrido es que, según las propias autoridades, los flujos migratorios actuales no solo no perjudican tal nivelazo de vida, sino que ayudan a mantenerlo. Quienes votaron lo sabían y también eran conscientes de que la respuesta de la UE sería cerrar la puerta al comercio de productos suizos. ¿Y entonces? Extraigan ustedes las conclusiones correspondientes y, si aún les quedan neuronas y moral, traten de imaginar qué ocurriría en nuestro entorno si somos convocados a un referéndum de características similares. Glups.

21 por ciento (2)

Con suerte, a la segunda conseguiré hacerme entender. Y si no, habrá una tercera, una cuarta y las que sean necesarias. Estamos ante una cuestión, la de las reacciones que suscita la inmigración, que considero crucial. A la altura, como poco, de otras que hacen correr ríos de tinta y saliva, con la diferencia de que esos debates tienen un reflejo infinitamente menor en la calle. Pongan la oreja por ahí y comprobarán que solo en círculos muy escogidos se habla de lo que, forzando el lenguaje, llamamos normalización o pacificación. Sin embargo, en cualquier esquina nos damos de bruces con conversaciones monotemáticas en un tono generalmente muy encendido y sin lugar a las medias tintas sobre la convivencia con las personas que han venido a nuestra tierra en busca de una vida mejor.

Llevo siguiendo el fenómeno desde hace mucho tiempo. Aunque la versión facilona sostiene que es una consecuencia directa de la crisis, les puedo asegurar -aunque probablemente ustedes están al corriente- que empezó a ser evidente durante la presunta prosperidad. Si cabe, se ha agudizado o ha encontrado una coartada con las vacas flacas. Ocurría entonces y me temo que también ahora, cuando el rechazo crece a ojos vista y sin marcha atrás, que no se ha encontrado un modo de hacer frente a tan espinoso asunto. Diría más: se ha abordado de la peor manera posible. En unos casos, mirando hacia otro lado y en otros, oponiendo a unos prejuicios otros prejuicios del mismo calibre.

Y voy directamente al grano. Atribuir sin más miramientos la condición de racistas, nazis, insolidarios, descerebrados y el adjetivo despectivo que se nos ocurra a ese 21 por ciento de vascos que abogan por la expulsión de los inmigrantes se me antoja un gran error de diagnóstico. Si persistimos en él, por más que se tranquilice nuestra conciencia, todo lo que conseguiremos es ver cómo aumenta la cifra y la intensidad del letal sentimiento.

21 por ciento

Alarmas con sordina y edulcorante. Ya hay un 21 por ciento de ciudadanos de la CAV (me imagino que no será muy distinto en Navarra) que creen que [Enlace roto.]. A todos. La cifra no viene en un panfleto estampillado con cruces gamadas, precisamente. La aporta el último barómetro de Ikuspegi, el Observatorio vasco de la inmigración, que si por algo se ha caracterizado, ha sido por tratar de ofrecer siempre la versión más amable de la realidad. Hasta el punto de hacerla difícilmente reconocible con respecto a lo que vemos y escuchamos todos los días en los diferentes entornos en que nos movemos. En este mismo estudio, resumido en 33 páginas, hay una buena cantidad de datos de los que se podría deducir que la cuestión nos preocupa tanto como el posible impacto de un meteorito contra la tierra. Peligrosa estrategia de la avestruz. Letal, si la rematamos reduciendo el debate —es decir, anulándolo— al consabido fuego cruzado de consignas y prejuicios. Todo lo que se ha conseguido siguiendo ese patrón es alimentar un incendio que, por desgracia, aún hemos de contemplar cómo continúa creciendo.

Lo hará, desde luego, si no nos sacudimos los estereotipos, los complejos, la tentación de mirar hacia otro lado y la incomodidad que provoca internarse en un territorio donde hay serias posibilidades de acabar escaldado. O estrellados frente a las propias contradicciones o a la evidencia de que nuestras viejas y bienintencionadas construcciones teóricas no resisten la prueba del algodón del día a día. Como no seamos capaces de sacar el pincel y el bisturí, serán los de la brocha gorda y el hacha los que se darán un festín. Podríamos haber aprendido algo de lo que ha ocurrido unos kilómetros al norte, pero vamos por el camino de repetir idénticos errores. Claro que luego trataremos de arreglarlo, según la costumbre, con un plan de convivencia. Para entonces, será muy tarde.

Del buenismo al racismo

En ningún asunto hay un divorcio tan grande entre la opinión pública y la publicada como el que existe respecto a la inmigración. Lo que delante de un micrófono o una cámara son almibarados alegatos de la multiculturalidad con música de violín de fondo, en la sobremesa de una comida familiar, de cuadrilla, o de compañeros de trabajo, son pestes furibundas contra los que llegaron aquí más tarde que nosotros. Tengo comprobado que ni en una ni en otra realidad paralela es posible introducir el menor matiz de discrepancia. Si en la tertulia de natillas dices, con el mayor de los cuidados y bajando la voz, que no todo es maravilloso, te llueve del cielo un capirote virtual de miembro del Ku Klus Klan. Del mismo modo, si en la charleta informal y cada vez más encendida sueltas que la inmigración es no sólo beneficiosa sino indispensable, te cae la del pulpo. Y suerte si no te vuelcan el chupito encima.

Si alguna vez tuve la esperanza de que nos iluminara un rayo de razón y las posturas extremistas se encontraran a mitad de camino, que es por donde debería andar la verdad o lo más parecido a ella, la voy abandonando. Bandera blanco en alto, me limito a poner cara de póker ante los datos que, aún cargados de maquillaje, van mostrado ese estado de las cosas tan incómodo de aceptar. El último lo convirtieron ayer en titular unánime todos los medios: un 61,4 por ciento de los vascos cree que los inmigrantes afectan negativamente a la seguridad ciudadana. La fuente es el Observatorio Vasco de la Inmigración, de absoluta solvencia. Cabe como consuelo -o quizá como lo contrario- que en las comidas que citaba antes el porcentaje sería bastante mayor.

Ceguera voluntaria

Va siendo hora de admitir que tenemos un problema. Y no es, ni mucho menos, la inmigración en sí misma, que como ha quedado suficientemente probado, nos ha generado una década de bienestar y todavía en plena crisis sigue siendo vital para nuestra economía. El error ha estado en las anteojeras para evitar ver lo que pasaba en la calle, para negarlo incluso con herramientas muy próximas a esa censura de la que en otras cuestiones abominamos.

Me consta que detrás de esas formas de actuar están las mejores intenciones. Las sostienen personas que tienen acreditados años de lucha por el progreso y la justicia social. Pero ese buenismo voluntariamente ciego ha resultado peor que cualquier campaña de agit-prop racista. De hecho, los intolerantes de cuna han esperado hasta ahora para aparecer en escena y convertir el descontento en votos.