Espionaje, de mal en peor

Antes de las explicaciones de Pedro Sánchez sobre el escándalo del espionaje, teníamos motivos para estar indignados y preocupados. Después de escuchar al presidente español en el Congreso, hemos avanzado mucho. La indignación se ha multiplicado por diez ante la pachorra exhibida, y la preocupación ha mutado en congoja, por no escribir la palabra que ustedes están pensando. Entre las cabriolas dialécticas, las promesas de humo y los sudores de tinta china del atribulado inquilino de Moncloa, no fue difícil sacar varias conclusiones, a cual más espeluznante.

Primero, se diría que para el sujeto lo sucedido no pasa de ser un accidente menor, cuya gravedad no reside en la ignominia de husmear a dirigentes políticos sino en la repercusión para el mantenimiento de su poltrona. Lo terrible no es la intromisión en la intimidad sino que le pueda costar el puesto. Solo el miedo a tal circunstancia le hizo anunciar vagas modificaciones legales sobre el CNI y, echándole un par de narices, comprometerse a toquitear la ley de secretos oficiales cuya reforma volvió a mandar al cajón no hace ni dos meses.

Claro que lo peor de todo fue la sensación de que, como muchos nos temíamos, el jefe del ejecutivo no tiene pajolera idea de en qué andan los miembros de los servicios de inteligencia. Ya escribí aquí mismo que era muy malo que Sánchez estuviera al cabo de la calle del asunto, pero que la posibilidad verdaderamente funesta consistía en que no controlase a los moradores de las cloacas del Estado. Cada vez hay más indicios de que esté siendo así, y eso sí que no hay ley ni reforma que lo remedie.

Un fiscal de boca ancha

Científicamente probado: ser fiscal de la Audiencia Nacional es compatible con la condición de bocazas. Quién sabe si hasta es un requisito indispensable, a la vista de los esfuerzos del actual propietario de la plaza, Carlos Bautista, por dar la nota y largar, como si estuviera hablando de esta climatología conchuda que padecemos, que sabe de buena tinta que unos cuantos de ETA lo tienen todo listo para volver al matarile. Y lo suelta a palo seco en un juicio, como garrula estrategia para justificar algo que podría haber argumentado sin necesidad de pegarse semejante moco ni de alborotar el patio, que bastante revuelto está.

¿Se da cuenta el charlatán togado la fragilidad de la materia con la que juega? ¿Le importa algo la angustia que ha podido trasladar a centenares de personas a las que les acaban de retirar la escolta después de haberles jurado que no tenían de qué preocuparse? Malo, si la respuesta a ambas preguntas es que no, porque eso denotaría que el responsable máximo de las acusaciones en el tribunal de excepción es alguien con más peligro que una piraña en un bidé. Peor todavía, si resultara que el tipo actuó con plena conciencia del incendio que provocaría su facundia.

En la cuestión que nos ocupa no hay lugar para las comadrerías o los xurrumurrus de gañán que quiere dárselas de conocedor de grandes secretos. Si hay algo de cierto en la rajada, quien ha de dar la mala nueva no es el chico de los recados, por muy fiscal que sea, sino el que lleva los galones gordos. Si no es Rajoy en vivo o en plasma, como poco, el ministro de Interior en comparecencia pública, oficial y documentada con pelos y señales por los estamentos que cobran para esas funciones. La faena, ya lo sé, es que la presunta inteligencia hispana es tan de chiste que CNI, Polícía y Guardia civil han elaborado al respecto tres informes con conclusiones totalmente diferentes entre sí. Y así no hay manera.