Espionaje, de mal en peor

Antes de las explicaciones de Pedro Sánchez sobre el escándalo del espionaje, teníamos motivos para estar indignados y preocupados. Después de escuchar al presidente español en el Congreso, hemos avanzado mucho. La indignación se ha multiplicado por diez ante la pachorra exhibida, y la preocupación ha mutado en congoja, por no escribir la palabra que ustedes están pensando. Entre las cabriolas dialécticas, las promesas de humo y los sudores de tinta china del atribulado inquilino de Moncloa, no fue difícil sacar varias conclusiones, a cual más espeluznante.

Primero, se diría que para el sujeto lo sucedido no pasa de ser un accidente menor, cuya gravedad no reside en la ignominia de husmear a dirigentes políticos sino en la repercusión para el mantenimiento de su poltrona. Lo terrible no es la intromisión en la intimidad sino que le pueda costar el puesto. Solo el miedo a tal circunstancia le hizo anunciar vagas modificaciones legales sobre el CNI y, echándole un par de narices, comprometerse a toquitear la ley de secretos oficiales cuya reforma volvió a mandar al cajón no hace ni dos meses.

Claro que lo peor de todo fue la sensación de que, como muchos nos temíamos, el jefe del ejecutivo no tiene pajolera idea de en qué andan los miembros de los servicios de inteligencia. Ya escribí aquí mismo que era muy malo que Sánchez estuviera al cabo de la calle del asunto, pero que la posibilidad verdaderamente funesta consistía en que no controlase a los moradores de las cloacas del Estado. Cada vez hay más indicios de que esté siendo así, y eso sí que no hay ley ni reforma que lo remedie.

Paz Esteban, cabeza de turco menor

Margarita Robles nos ha regalado su propio obituario político. Cuando Sánchez se la fumigue, lo que hará en cuanto necesite soltar unos kilos más de lastre, podremos proclamar que no la ha destituido sino que la ha sustituido por la/el material humano fungible que toque. Con esa expresión, la que ella misma gastó ayer para referirse a la laminación de Paz Esteban como jefa de los espías hispanistaníes. Ni el olvidado Iván Redondo habría llegado a semejante nivel de desfachatez para decir lo que hasta el que reparte los refrescos sabe que solo es la decapitación ritual de una chiva expiatoria menor, a ver si hay suerte y los diosecillos cabreados por la indignidad aberrante del espionaje se aplacan un tantín y permiten a su sanchidad seguir durmiendo en el famoso colchón de Moncloa que cambió al día siguiente de desalojar a Eme Punto Rajoy.

Está por ver que el sacrificio de la pieza menor, fácilmente recambiable por otra cuyos méritos ni se han preocupado en glosar porque todos sabemos de qué va la vaina, acabe surtiendo los efectos anhelados. De momento, Esquerra, que es a quien nos estamos refiriendo, puesto que el resto, incluidas las formaciones cercanas geográficamente a nosotros, son apenas atrezzo, ha dicho que bien, que vale, pero que no es suficiente. El tributo de sangre deberá ser mayor. Que caiga la arriba mentada Robles, y a partir de ahí, ya veremos. Claro que también todo puede ser, como suele ser habitual, de boquilla. De hecho, si yo fuera el desafiado Sánchez Castejón, me plantaría y dejaría que los portavoceados por Rufián se arriesgan a poner de vicepresidente a Abascal.

Lo grave de verdad es espiar

Me permití tunear una declaración de la vicelehendakari segunda, Idoia Mendia, en una entrevista en los diarios de Vocento. Sostenía la exsecretaria general del PSE que “Los que elevan el tono por el espionaje contribuyen a desestabilizar la democracia”. Me bastó tachar las seis primeras palabras y una n para que la cosa quedara en una frase que, bajo mi punto de vista, se acerca más a la realidad: “El espionaje contribuye a desestabilizar la democracia”. Sobre todo, añado, cuando se practica a granel no solo sobre los adversarios políticos (que ya estaría mal) sino con interlocutores prioritarios y hasta socios con los que, en apariencia, se mantiene una relación fluida. Fíjense que, habida cuenta de la bibliografía mutuamente presentada, hasta puedo entender que esas relaciones no las presida la confianza. Pero lo otro, lo que ya sabemos que ha ocurrido porque nos lo han confirmado sin tapujos, es lo que no es de recibo. Faltaría más, por tanto, que se invierta la carga de la prueba hasta el punto en el que son los conejos los que se abalanzan sobre las escopetas. Con todo el respeto y, por supuesto, el aprecio, vicelehendakari, incluso admitiendo que algunas reacciones hayan exagerado la nota por interés, la actitud peligrosa para la democracia no es quejarse de haber sido víctima de una intrusión o denunciar con firmeza semejante atropello. Lo intolerable, lo que de verdad menoscaba la democracia, es el atropello en sí mismo, y más, del modo en que sabemos que se ha realizado. Basta que se imagine su reacción si un gobierno del PP hubiera actuado así con usted misma u otros compañeros de partido.

¿Entonces, quién espió?

Qué raro, nunca lo hemos visto antes. El Gobierno español lo niega todo. Dice que no tiene nada que ver en el espionaje de 63 políticos soberanistas catalanes y dos vascos a través de sus teléfonos móviles. Ante la evidencia clamorosa de lo publicado en Estados Unidos, con pelos y señales de las personas que sufrieron el pinchazo y durante cuánto tiempo, la respuesta bien podría haber sido más cautelosa. Habría bastado con asegurar que se va a investigar la denuncia caiga quien caiga. Pero no. El ejecutivo de Pedro Sánchez ha sentido la necesitad de exagerar la nota en plan por quién nos toman y no solo ha bramado un desmentido tajante sino que ha cacareado, por labios de su portavoz, Isabel Rodríguez, que no acepta que se ponga en cuestión la calidad democrática de España.

Dejando de lado que tal calidad democrática, de acuerdo a varios estándares internacionales, está en la zona medio baja de la tabla, la hiperventilada respuesta revela que el gobierno tiene un problemón del carajo de vela. Puesto que el espionaje está probado, y dado que la herramienta con la que se llevó a cabo, el tal programa israelí Pegasus, solamente se vende a estamentos gubernamentales, lo que están confesando Rodríguez, Marlaska y Robles es que no controlan a sus subordinados. Vamos, que como ha ocurrido tantas veces, por las cloacas del estado hay incontrolados que siguen campando a sus anchas y cuentan con financiación públicas para extorsionar sin que nadie se lo haya ordenado a los señalados como enemigos de la patria. Y eso multiplica la gravedad intolerable de la intromisión en la intimidad de (que sepamos) 65 referentes políticos.

Villarejo es Villarejo

Nunca dejará de sorprenderme la facultad del infecto ex comisario Villarejo para llevarnos del ronzal. Nos echa un puñadito de maíz, y nos lanzamos a picotearlo con fruición. Sobre todo, claro, cuando la largada del tipejo deja en mal lugar a quienes nos resultan antipáticos o cuando alimentan nuestras tesis. Ocurre así que se le toma como argumento de autoridad si denuncia los marrones del PP o la monarquía, pero si saca trapos sucios de Podemos y su antiguo líder, entonces no procede concederle ningún crédito porque es un cloaquero sin escrúpulos. Y viceversa, por supuesto, en función de la bandería en que se milite.

Con ser siempre así, lo penúltimo ha batido todos los registros. La insinuación, luego matizada por él mismo, de que el CNI no fue diligente para evitar los atentados islamistas de 2017 en Barcelona porque quiso dar un susto al independentismo ha sido tomada más allá de la literalidad. Prácticamente, se está vendiendo la especie de que el organismo de inteligencia español urdió la matanza como escarmiento. Comprendo lo goloso políticamente de un planteamiento así, pero se parece un congo a las teorías conspiranoicas que nos largaron Losantos y Pedro Jota sobre el 11-M. Sí parece, porque eso está documentado y nadie ha sido capaz de desmentirlo, que el Imam de Ripoll, cerebro de la masacre, tenía tratos con el CNI. Era, teóricamente, confidente, aunque a la vista de lo sucedido, queda claro que se la metió doblada a los espías españoles. Esa torpeza y otras deberían investigadas. Pero de oficio, no porque un enredador nauseabundo como Villarejo suelte no sé qué porquería en sede judicial.

Un fiscal de boca ancha

Científicamente probado: ser fiscal de la Audiencia Nacional es compatible con la condición de bocazas. Quién sabe si hasta es un requisito indispensable, a la vista de los esfuerzos del actual propietario de la plaza, Carlos Bautista, por dar la nota y largar, como si estuviera hablando de esta climatología conchuda que padecemos, que sabe de buena tinta que unos cuantos de ETA lo tienen todo listo para volver al matarile. Y lo suelta a palo seco en un juicio, como garrula estrategia para justificar algo que podría haber argumentado sin necesidad de pegarse semejante moco ni de alborotar el patio, que bastante revuelto está.

¿Se da cuenta el charlatán togado la fragilidad de la materia con la que juega? ¿Le importa algo la angustia que ha podido trasladar a centenares de personas a las que les acaban de retirar la escolta después de haberles jurado que no tenían de qué preocuparse? Malo, si la respuesta a ambas preguntas es que no, porque eso denotaría que el responsable máximo de las acusaciones en el tribunal de excepción es alguien con más peligro que una piraña en un bidé. Peor todavía, si resultara que el tipo actuó con plena conciencia del incendio que provocaría su facundia.

En la cuestión que nos ocupa no hay lugar para las comadrerías o los xurrumurrus de gañán que quiere dárselas de conocedor de grandes secretos. Si hay algo de cierto en la rajada, quien ha de dar la mala nueva no es el chico de los recados, por muy fiscal que sea, sino el que lleva los galones gordos. Si no es Rajoy en vivo o en plasma, como poco, el ministro de Interior en comparecencia pública, oficial y documentada con pelos y señales por los estamentos que cobran para esas funciones. La faena, ya lo sé, es que la presunta inteligencia hispana es tan de chiste que CNI, Polícía y Guardia civil han elaborado al respecto tres informes con conclusiones totalmente diferentes entre sí. Y así no hay manera.