La cacería infame de Luis Tosar

Dicen que no hay preguntas impertinentes, pero caray. No sé demasiado bien a qué viene preguntarle a un actor si hubiera sido de ETA o Jarrai en caso de haber nacido en Euskadi. Ni siquiera a Luis Tosar, que en Maixabel encarna —magistralmente una vez más, aplauden todas las crónicas— a Ibon Etxezarreta, el sinceramente arrepentido asesino de Juan Mari Jáuregui. Ante semejante interpelación, la respuesta del lucense fue propia del estereotipo gallego: “Quizá sí. O no. Depende de muchos factores”. Incluso añadió, inclinando la balanza hacia el no: “El entono puede mucho, pero también hay una intención. Está en ti”.

De nada sirvió. En cuanto trascendió el entrecomillado forzado (“De nacer en Euskadi, quizá podría haber acabado en ETA”), saltó como un resorte toda la policía de la moral de Twitter con sus porras dialécticas y abundantes faltas de ortografía y patadas a la gramática. Tosar quedó retratado como actor subvencionado, bilduetarra y, en fin, enemigo de la nación española. No se trataba, como señalan las interpretaciones más benévolas, de déficit de atención lectora. Era pura miseria moral, vocación de manipulación intencionada y linchamiento a un colectivo, el de los artistas en general, que siempre está en la diana de la carcunda. No deja de resultar gracioso y revelador que muchos de los héroes y referencias intelectuales de los acollejadores son individuos que no pueden acogerse al condicional. De Juaristi a Onaindia, pasando por Azurmendi o Teo Uriarte, no son pocos los en su día jóvenes vascos que se enrolaron en la banda, muchos de ellos con un fanatismo atroz. Así que dejen a Tosar en paz.

Dos años de López y unos días de Juaristi

Primero de marzo, dos años redondos del estreno de Cuando Patxi encontró a Toni, que como en la peli original parodiada, la de Meg Ryan y Billy Crystal, tenía como escena más famosa la simulación de un ruidoso orgasmo. De hecho, de aquel día acá la pareja protagonista no ha hecho sino repetir una y otra vez la toma alternándose en la ejecución del clímax fingido. Ni a los suyos les ha convencido el teatrillo, según todas las encuestas, incluidas las cocinadas en casa. Pero a quién le importa lo que piense esa cargante chusma que llaman ciudadanía, si el consejo de notables del grupo mediático amigo (cuando conviene, claro) le ha otorgado un entusiasta aprobado cum laude al gabinete del ingeniero -ejem- del cambio. Cierto es que en contrapartida, al otro lado del eje del mal, o sea en estas mismas páginas y otros andurriales extramuros del poder bipartito, el cate ha sido sin paliativos. Siempre hemos sido país de blancos y negros.

Fiel retrato del bienio

Tenía servidor la intención de desmarcarse de ese extremismo calificador y ensayar un balance razonado y razonable de pros y contras de estos 24 meses de tortilla vuelta, pero el domingo vi lo inútil de la tarea. Por favorables que se mostraran las musas conmigo, jamás podría llegar a garrapatear un puñado de líneas que definiesen el bienio que cumplimos con tanta precisión como la exhibida anteayer en las páginas de ABC por ese dechado de todo lo inefable llamado Jon Juaristi Linacero. Lo más espectacular del caso, rozando el prodigio, es que su propósito no era, ni de lejos, hacer un retrato de esta primera mitad de legislatura. Era sólo otro compendio de sus regüeldos bravucones y, sin embargo, como las caras de Bélmez o el rostro de Jesucristo en la célebre tostada, pero sin necesidad de trucos, de entre el olor a chorizo emergía una nítida imagen de Nueva Lakua.

Sólo en un tiempo como el inaugurado por López es posible que un Gobierno ampare, promocione y adopte como mascota a un tipo como Juaristi, que además de celebrar que Savater se lo haya pasado bomba -literal en su columna- con el terrorismo, se jacta de haber aceptado el puesto en el Consejo Asesor del Euskera únicamente -también literal- para chinchar porque el idioma le importa una higa. Objetivo conseguido: ha chinchado a lo grande y en el mismo viaje ha dejado perdido de guano un organismo que se supone debería quedar fuera de la refriega politiquera. Y no va a ser la última vez. Sabe que goza, no ya de impunidad, sino de la complicidad absoluta de quienes lo apadrinan.

Jon Juaristi y la normalidad

López denuncia a quienes utilizan el euskera en la guerra política. Es decir, se denuncia a sí mismo o, para ser más exactos, al amanuense de corps que le escribió que el euskera y la violencia van amarraditos los dos de espumas y terciopelos, como canta María Dolores Pradera. Tal vez le falten un par de hervores pedadógicos al presidente de la CAV para comprender que la frase que le hicieron leer no era otra cosa que un obús lanzado contra las líneas declaradas enemigas. Hizo blanco y provocó daños. Puede estar satisfecho el intendente intelectual de la mayoría trucada. Me cuesta creer, sin embargo, que en su fuero interno lo esté el autor material del disparo dialéctico. Al actual lehendakari y a su gobierno se le pueden sacar muchas faltas, pero estoy sinceramente convencido de que entre ellas no está la militancia antieuskaldun.

Otra cosa es que lo parezca y que, como ha sido el caso, cuando han quedado retratados como tales, hayan preferido la soberbia de la ratificación bravucona a la humildad del desmentido y la aclaración que hubiera devuelto las aguas a su cauce. Por lo visto, con la bajada de orejas ante la inmensa cantada del asunto Guggenheim-Helsinki ha quedado cubierto el cupo de disculpas de todo el trimestre. Allá Mendia, Zabaleta o la propia Urgell, que en sus vidas anteriores habían acreditado con hechos su compromiso con la lengua, si no les importa que por una cuestión de orgullo aparezcan en el padrón de los que están a diez minutos de resucitar el anillo de infausto recuerdo.

Valedores

Allá también las citadas y otras personas del ejecutivo siempre alejadas de cualquier talibanismo, que por ese mismo orgullo o por una ciega obediencia se prestan a ser valedoras de Jon Juaristi y su oceánica antología de insultos y desprecios al idioma. ¿Cómo pueden seguir defendiendo a capa y espada, como si fuera causa suya, la presencia en el Consejo asesor del euskara de un tipo que juró no volver a expresarse en “la ingrata lengua” y que dice desdeñosamente que no le preocuparía lo más mínimo su desaparición? ¿Cómo pueden fotografiarse sonriendo junto a él, veinticuatro horas después de que dejase escrito en ABC que los abertzales manifiestan una “obsesión por las ovejas, que no me recataría en calificar de turbiamente erótica” o que el eusquera (así lo escribe) es “una lengua de sencillos aldeanos y pastorcillos”? Cuando se les pregunta, dicen, engrosando la ofensa, que es un signo de normalidad. Si les queda un gramo de conciencia, les costará coger el sueño.