He contemplado entre la curiosidad y la perplejidad ma non troppo la crisis en la Secretaría de Paz y Convivencia del Gobierno Vasco, asunto que, no nos engañemos, revestía cierto interés solo para periodistas y políticos. Al resto de los administrados, que difícilmente ubicarían cuatro o cinco nombres de consejeros, les resultan absolutamente ajenos los protagonistas de esta tormenta en un vaso de agua. Divertida ironía, teniendo en cuenta que, a la vista de los comportamientos y las declaraciones, lo que sea que haya pasado ha tenido su tanto que ver con los egos. La otra gran paradoja, rondando el estrambote, es que en un organismo que se llama como se llama y que tiene los objetivos que tiene se haya vivido un conflicto para el que bien poco ha servido la metodología al uso. Un posible aprendizaje para quien estuviera dispuesto a asumirlo sería que entre el dicho y el hecho hay una distancia mayor que la aparente y que muchos teoremas quedan de cine en el papel, pero se estrellan en la práctica. Aprovecho para repetir otra vez que a la paz y la convivencia les sobran escuadras, cartabones y tiralíneas y les falta hundir los zapatos en el barro real.
Las demás lecciones son aun de menos fuste. El Gobierno podría tomar nota de la escasa utilidad de marear perdices o de silbar a la vía cuando surge un problema, máxime si hay quien aguarda con la lupa cargada para hacer un Everest de una tachuela. Los que van con la defensa de las víctimas en astillero, mejor si se cortan un poco, que al cacarear dejan expuesto todo el plumero. Y como corolario, lo obvio: no hay nadie imprescindible.