Según parrapleó Alfonso Alonso en Onda Vasca, la ley navarra de reparación a las víctimas del franquismo pretende establecer que “unos son buenos y otros malos”, átenme esa mosca por el rabo. ¿Se imagina el lenguaraz portavoz del PP en el Congreso español —la de culos que hay que besar para llegar eso, por cierto— que alguien soltara tal membrillez respecto a una iniciativa legislativa para reconocer a las víctimas del terrorismo de ETA? Arde Troya, si es que no interviene de oficio el Fiscal General del Estado, o sea del Gobierno, por no hablar de la bilis negra que correría en ya saben ustedes qué tertulias y qué portadas.
Buenos y malos, dice el nieto de Manuel Aranegui y Coll, que en su calidad de vencedor de la guerra y afecto con méritos probados al régimen que la sobrevino, presidió la Diputación de Álava, la provincia no traidora, entre 1957 y 1966. Sé de sobra y hasta por experiencia propia —como tantos, tuve un abuelo en cada bando, aunque solo llegué a conocer al que no fusilaron los nacionales— que las ideas no se transmiten a través de los genes. Sin embargo, aparte de su pobre cultura general ampliamente demostrada, no se me ocurre otra explicación a esas palabras de Alonso que un intento de disculpa familiar. Le honra la defensa de la sangre tanto como le deshonra el tremendo insulto, por no decir brutal agravio, que tal vez sin pretenderlo, escanció sobre decenas de miles de personas. De buenas personas, añado, asesinadas y represaliadas durante cuarenta años (más la prórroga) por individuos de la peor calaña. ¿Que en el bando perdedor hubo también cierto número de indeseables? Cien veces habré escrito que no seré yo quien lo niegue, lo oculte, ni lo disculpe. Mi memoria alcanza a todos. Precisamente por eso y porque, a diferencia del trepador de escalafones, me he preocupado de documentarme mucho, sostengo que en aquella guerra unos eran los buenos y otros, los malos.