Cuatro gatos

Ya estamos con los catetos que al ver venir el tren de frente se engorilan: “¡Chufla, chufla, que como no te apartes tú…!”. O adaptado a hechos recientes: “En la iniciativa Gure Esku Dago solo participaron 150.000 personas sobre una población de dos millones”. Vamos, lo que vendría a ser cuatro gatos, según el teorema pardo de las mayorías silenciosas, medidas y autoatribuidas a beneficio de obra.

Señalemos, de entrada, que no hay peor ceguera que la voluntaria, y preguntemos inmediatamente después qué movilización de la contraparte ha cosechado una concurrencia similar. ¿Habría un par de narices a convocar una cadena humana, un flahmob o la folclorada que les pete a favor de la unidad indisoluble de España? Este humilde plumilla aceptaría la comparativa, incluso sabiendo que dos de cada tres que se citaran a un evento así serían carretados desde un poco más abajo de Pancorbo.

Pongan fecha, y a la espera, si creen que los votos del populacho son la expresión de algo, hagamos dos montones. A un lado, los de las formaciones que apoyan el derecho a decidir; al otro, las siglas que dicen que ni hablar del peluquín. Escojan entre cualquiera de las elecciones desde que volvió a estar completo el abanico de opciones. O mejor, tomemos todas en orden cronológico. Qué fenómeno tan curioso, ¿eh? La diferencia entre los del sí y los del no se va agrandando de votación a votación.

¿Sigue pareciéndoles que eso no significa nada? Pues ya solo queda la verdadera prueba del algodón. Si tan confiados están en que son más, no deberían tener mayor problema en preguntarlo directamente. Aquí te espero, Baldomero.

Mayoría bulliciosa

Mírenla, ahí va, la mayoría que muchos llaman silenciosa y a este servidor le resulta, sin embargo, bulliciosa. Como los cometas y los eclipses en jornadas de cielo raso, es en estos días de villancicos y lucecitas urbanas lisérgicas cuando mejor se deja ver. Por supuesto, en tropel, en manada, en masa compacta, ocupando la calle, que para eso es suya, aunque a veces la presta para otros propósitos. Ya quisieran nueve de cada diez manifestaciones antiloquesea disfrutar de la misma afluencia que estas apabullantes procesiones por los lugares santos y profanos del consumismo. Qué dilema, oigan: ¿Consumir es una prueba de alienación y sometimiento o el estímulo indispensable para que despierte la economía de su letargo y eche a andar la locomotora? Supongo que la respuesta es diferente dependiendo del rato en que te pillen, si Visa en mano o tecleando con furia contra el sistema en ese smartphone carísimo que tanto y con tan mala hostia suelo citar. No saben lo que me reí el otro día en un foro de bienpensantes que debatían, con enorme conocimiento de causa, sobre los diferentes modelos de ordenadores de una marca a la que en público —y con razón, diría yo— satanizan.

No, no me desviaba del asunto. La pésima noticia es que hay muy poca escapatoria. Esos ciudadanos tan exquisitos, lo mismo que aquí el que suscribe y, sin ánimo de ofenderles, muchos de los que pasan sus ojos por estas líneas, formamos parte del rebaño. Conozco a tres o cuatro, de esos que entrevistan Roge Blasco o Iñaki Makazaga, que se han escapado echándose una mochila a la chepa y poniendo una pila de kilómetros de por medio. El resto, con resignación, disgusto o, por qué no, placer, integramos alguna de las centurias de la gran legión social. Si logran sobreponerse a la depresión de asumirlo, obtendrán un valioso diagnóstico que incluye la explicación sobre por qué pasa lo que pasa y, ¡ay!, por qué seguirá pasando.

Libertad de zapping

Declaraciones de Mercedes Milá sobre la pérdida de la hegemonía catódica del engendro llamado Gran Hermano frente al engendro llamado ¡Splash!: “De repente viene uno, se tira de la piscina y te masacra”. No era una coña marinera, ni un sarcasmo. Hablaba completamente en serio. La tipa lo decía con dolor genuino, convencida del juanete al moño de ser víctima de una tremebunda injusticia. Toda la vida dejándose la piel para servir a la parroquia la basura más hedionda y anestésica, creyendo haber dado con la fórmula insuperable de la telemierda, y resulta que unos advenedizos sin pedigrí se demuestran capaces de evacuar un zurullo mayor sobre el que se lanza con avidez la masa ingrata.

Más allá de lo que me divierte ver encocorada a una individua por la que dejé de sentir simpatía hace veinte años y respeto hace quince, en este ataque de cuernos leo, como si fueran los posos del café, una novela contemporánea sobre la libertad. Su protagonista es eso que hace unos meses Mariano Rajoy bautizó —con más tino del que pensábamos— mayoría silenciosa. Un dato para la digestión, a ver si hay estómago que lo consiga: el lunes por la noche los dos programas (o lo que sean) arriba citados congregaron frente a las pantallas a seis millones de españoles. Contabilizo entre ellos, a riesgo de herir alguna sensibilidad poco curtida, a los de la irredenta Vasconia, que en materia televisiva es más roja y gualda que Quintanilla de Onésimo.

Como todo es superable, un día después, casi nueve millones de seres humanos con ojos y orejas dieron cuenta del Barça-Milan. Ahí me temo que les he cazado a muchos de ustedes y que me hubiera cazado a mi mismo si el evento no llega a coincidir con mi programa de la radio. Por eso mismo, renuncio a ponerme Rottenmayer en el juicio. Me limitaré a señalar que, en el fondo, se trataba de lo más cercano que nos queda al ejercicio de la libertad: elegir qué vemos en la tele.

Mayoría silenciosa

Incluso a pesar de mis últimas columnas de diván y paquete de kleenex tamaño familiar, también a mi se me escaparon veinte cagüentales al escuchar la natillosa [Enlace roto.]. Cómo no hervir de corajina ante un discurso que atufaba a peronismo o, peor y más cercano, a las matracas sobre el Contubernio que se cascaba el bajito de Ferrol en la Plaza de Oriente. No hay un solo tiranuelo en toda la historia que no se haya creído elegido, amado y secundado en sus tropelías por sus vasallos. Miren que le veo muchos defectos a Mariano, pero ni en la versión más desfavorable lo imagino como un dictador bananero. ¿Por qué, entonces, se arriesgó a parecerlo con ese panegírico aventado —no es detalle menor— desde la mismísima Nueva York?

Primero, porque igual que el Borbón, el susodicho lee lo que le ponen delante. No duden un segundo que tras las dulzorronas palabras hay un asesor que ha visto varios capítulos de El ala oeste y, por lo menos, otro estilista del lenguaje. Segundo, porque a la vista de las portadas de medio mundo recreándose en el spanish disaster, los anteriormente citados decidieron difundir hacia dentro y hacia fuera la especie de que la bronca era cosa de cuatro malmetedores in situ y doce en Twitter. Tercero, y no saben lo que me joroba escribirlo, porque hasta un punto que les dejo determinar a ustedes, el razonamiento no es del todo ajeno a la verdad. Medítenlo.

A la hora en que volaban las pelotas de goma y llovían los porrazos en Neptuno y aledaños, el 99,999 por ciento del censo estaba a otras cosas. ¿Padeciendo resignada y quietamente su martirio, como los pintó el sobreactuado presidente? Qué va. Había más viendo Futboleros o Punto pelota. En su infinita pasividad, ni siquiera notaron que Rajoy, experto trapichero de ganado lanar, los marcó con su hierro y los estabuló en su silencioso redil. Así nos va.