Los huesos del dictador

Se me ocurren pocos asuntos más fáciles de solucionar que el de los huesos (o lo que quede) de Franco. Basta, de hecho, con seguir el frío procedimiento que muchos deudos hemos tenido que padecer sin más derecho que acatar y callar. Se comunica a la familia del difunto que ha prescrito el periodo máximo establecido para guardar el fiambre y se le ofrecen las dos opciones al uso: o se lleva el paquete a descansar para la eternidad en un nicho o panteón de pago o directamente se depositan los restos en un osario común. A partir de ahí, el problema es de los herederos. Allá ellos si se hacen cargo del residuo del bajito de Ferrol y financian la sepultura de su pecunio o pasan por malajes descastados que se despreocupan de su egregio ancestro.

Otro gallo nos estaría cantando si se se hubiera obrado así cuando tocaba, pongamos en 1985, que es el lapso habitual que se maneja en los cementerios que nos tocan a los mortales de a pie. Y aunque sea verdad que agua pasada no mueve molino, no está de más recordar que el PSOE, que gobernaba entonces y hasta once años después, no hizo el menor gesto por exhumar al dictador que palmó, tan a gustito, en la cama. Y lo mismo, durante el septenio de Rodríguez Zapatero, cuya loada ley de Memoria Histórica más simbólica que real, no entraba como se debía (o sea, a saco) en la espinosa cuestión del Valle de los Caídos y su más célebre morador.

En todo caso, nunca es tarde. Si este es el momento, mándese unos propios a arrancar la por lo visto no tan pesada lápida y a sacar del interior el famoso féretro de plomo con los despojos del matarife de la voz aflautada. Y punto pelota.

Mayoría silenciosa

Incluso a pesar de mis últimas columnas de diván y paquete de kleenex tamaño familiar, también a mi se me escaparon veinte cagüentales al escuchar la natillosa [Enlace roto.]. Cómo no hervir de corajina ante un discurso que atufaba a peronismo o, peor y más cercano, a las matracas sobre el Contubernio que se cascaba el bajito de Ferrol en la Plaza de Oriente. No hay un solo tiranuelo en toda la historia que no se haya creído elegido, amado y secundado en sus tropelías por sus vasallos. Miren que le veo muchos defectos a Mariano, pero ni en la versión más desfavorable lo imagino como un dictador bananero. ¿Por qué, entonces, se arriesgó a parecerlo con ese panegírico aventado —no es detalle menor— desde la mismísima Nueva York?

Primero, porque igual que el Borbón, el susodicho lee lo que le ponen delante. No duden un segundo que tras las dulzorronas palabras hay un asesor que ha visto varios capítulos de El ala oeste y, por lo menos, otro estilista del lenguaje. Segundo, porque a la vista de las portadas de medio mundo recreándose en el spanish disaster, los anteriormente citados decidieron difundir hacia dentro y hacia fuera la especie de que la bronca era cosa de cuatro malmetedores in situ y doce en Twitter. Tercero, y no saben lo que me joroba escribirlo, porque hasta un punto que les dejo determinar a ustedes, el razonamiento no es del todo ajeno a la verdad. Medítenlo.

A la hora en que volaban las pelotas de goma y llovían los porrazos en Neptuno y aledaños, el 99,999 por ciento del censo estaba a otras cosas. ¿Padeciendo resignada y quietamente su martirio, como los pintó el sobreactuado presidente? Qué va. Había más viendo Futboleros o Punto pelota. En su infinita pasividad, ni siquiera notaron que Rajoy, experto trapichero de ganado lanar, los marcó con su hierro y los estabuló en su silencioso redil. Así nos va.