El retorno de la momia

Esta nueva adaptación de La momia ya tiene más secuelas que sus predecesoras. Aquí andamos ya por El retorno del retorno del retorno de la momia, y me llevo una. Quién le iba a decir al viejo criminal de Ferrol que sus residuos mortales iban a ser, así que pasaran 44 años del hecho biológico, combustible para la campaña electoral de un partido nominalmente socialista. Quién se lo iba a decir también, por cierto, a los dos presidentes de esa formación, Mister Equis y Mister Zetapé, que sumando un jartá de años en el gobierno de la nación, no se acordaron para nada de los huesos del caudillo de España por la gracia de Dios. Y ahora, en cambio, se agita a cada rato el espantajo. ¿Por qué?

La respuesta oficial, ya me la sé, es que por dignidad, por reparación a las víctimas y blablablá. Soy consciente de que ese relato cala entre mucha gente que tiene cuentas pendientes con el régimen asesino. Pero por eso mismo todo este baile con el difunto de hace casi medio siglo resulta más indecente. No se puede usar una cuestión tan seria para hacer electoralismo de aluvión. Menos, cuando todo lo que se ha hecho hasta la fecha es una sucesión de anuncios que siempre han resultado fallidos. Eso, sin contar con el buscado efecto —así de triste— de resucitar no a Franco sino a los franquistas. Incluso, de crearlos ex-novo entre chiquilicuatres que ni habían nacido cuando palmó el sátrapa.

Mi propuesta sigue siendo cortar el chorro económico al Valle de los Caídos y dejar que se venga abajo solito, allá cuidados. Las exhumaciones que de verdad me parecen urgentes son las de los miles de cadáveres que permanecen en las cunetas.

Franco, esa momia

Estuvo agudo el nietísimo del bajito de Ferrol en la entrevista-declaración de intenciones con la que Carlos Herrera inauguró su curso radiofónico en la emisora de los obispos españoles al precisar el término más adecuado para nombrar los (¡a buenas horas!) controvertidos despojos de su abuelo. “Momia, es una momia porque su cuerpo fue embalsamado y momificado”, aclaró airado el primer vástago varón de Carmencita y del doctor Martínez-Bordiú, aquel carota que, en su calidad de yerno y mandamás del famoso “Equipo médico habitual” que firmaba los partes, hizo las fotografías de la agonía del viejo asesino por las que años más tarde La Revista del inefable Peñafiel (*) pagaría 15 millones de pesetas.

¿Momia? Puesto que el segundo Señor de Meirás lo dice desde la autoridad consanguínea y la de llevar el mismo nombre y apellido (esto, con truco) que el dictador, habrá que comprarle el palabro y hacerlo de uso popular. Lo siguiente, como ya anoté aquí mismo cuando se servían los primeros capítulos del culebrón, es sacar esa peculiar versión galaica de Tutankamón del Valle de los Caídos y entregarla sin más miramientos a sus desparpajudos deudos para que dispongan de la reliquia como les salga de la sobaquera. Corriendo con los gastos, faltaría más, que bastante han venido chupando de la piragua las diferentes ramas de la familia del extinto.

Si lo hicieran dentro de un cuarto de hora, hasta podríamos dar por bueno este cansino episodio que nos ha servido para confirmar lo que sospechábamos: que 43 años después del “hecho biológico”, sigue habiendo un huevo y medio de franquistas, empezando por los jóvenes líderes de ya saben qué partidos.


(*) En el texto inicial decía que las fotos las había comprado Interviú. Sin embargo, aunque estuvo detrás de ellas, como me aclara mi compñaero Alberto Moyano, fue La Revista de Jaime Peñafiel quien pagó y las publicó. Busquen la historia en internet, porque merece la pena.

Los huesos del dictador

Se me ocurren pocos asuntos más fáciles de solucionar que el de los huesos (o lo que quede) de Franco. Basta, de hecho, con seguir el frío procedimiento que muchos deudos hemos tenido que padecer sin más derecho que acatar y callar. Se comunica a la familia del difunto que ha prescrito el periodo máximo establecido para guardar el fiambre y se le ofrecen las dos opciones al uso: o se lleva el paquete a descansar para la eternidad en un nicho o panteón de pago o directamente se depositan los restos en un osario común. A partir de ahí, el problema es de los herederos. Allá ellos si se hacen cargo del residuo del bajito de Ferrol y financian la sepultura de su pecunio o pasan por malajes descastados que se despreocupan de su egregio ancestro.

Otro gallo nos estaría cantando si se se hubiera obrado así cuando tocaba, pongamos en 1985, que es el lapso habitual que se maneja en los cementerios que nos tocan a los mortales de a pie. Y aunque sea verdad que agua pasada no mueve molino, no está de más recordar que el PSOE, que gobernaba entonces y hasta once años después, no hizo el menor gesto por exhumar al dictador que palmó, tan a gustito, en la cama. Y lo mismo, durante el septenio de Rodríguez Zapatero, cuya loada ley de Memoria Histórica más simbólica que real, no entraba como se debía (o sea, a saco) en la espinosa cuestión del Valle de los Caídos y su más célebre morador.

En todo caso, nunca es tarde. Si este es el momento, mándese unos propios a arrancar la por lo visto no tan pesada lápida y a sacar del interior el famoso féretro de plomo con los despojos del matarife de la voz aflautada. Y punto pelota.

Una salida para el Valle de los Caídos

¿Qué hacer con el Valle de los Caídos? ¿Dinamitarlo o gastarse una pasta para reconvertirlo en centro de interpretación de la memoria, la reconciliación, la no repetición y me llevo una? Confieso que me tienta mucho la primera opción, aunque el tipo civilizado y en el fondo cobardón que soy me solía hacer apostar en público por la segunda. Se queda como Dios vendiendo la moto del parque temático alumbrado por magníficas intenciones y pésimo sentido de la realidad. Puede que durante un par de fines de semana o tres la cosa funcionara, pero enseguida se convertiría en otro enorme quemadero de pasta pública. Mantener un monstruo así, incluso a medio gas, sale por un pico. Sí, efectivamente, ya está saliendo. Por eso urge encontrar la solución y resulta tan sugerente la alternativa del trinitrotolueno a discreción.

Luego, claro, uno piensa en los miles de inocentes —ojo, de ambos bandos— cuyos huesos se pudren allí, y se da cuenta de la tremenda falta de respeto que supondría hacerlos volar por los aires. ¿Entonces? Pues creo que el mejor modo de zanjar la cuestión es el que propone un antifranquista probado como Gregorio Morán. Tan simple como no hacer nada. O sea, solo una cosa: cerrar el grifo de fondos públicos, retirar hasta el último céntimo de subvención a la orden religiosa que parasita el mausoleo, y dejar que la naturaleza se encargue del resto, incluidas las tumbas de Franco y José Antonio. Por si acaso, se ponen en los alrededores unas señales advirtiendo del peligro de derrumbes, y a esperar. Me parece más honesto que, como han hecho sus señorías en el Congreso español, brindar al sol.