Se ha contado con toda pompa y fanfarria, y me temo que aún nos queda un rato largo de raca-raca autocomplaciente. Los anales de la Historia recogerán que hoy, fecha interestelar 22 de septiembre de 2020, la ciudad en la que curro será la primera población de más de 300.000 habitantes que limita la velocidad en la totalidad (to-ta-li-dad) de sus calles a 30 kilómetros por hora. Se supone que es un inconmensurable avance para la Humanidad —Bilbao, capital del universo— que reducirá en quintales el estrés de los paisanos, amabilizará (ese es el verbo, se lo juro) un huevo el recio carácter de la villa y, en definitiva, provocará felicidad a borbotones a uno y otro lado de la ría.
Todo eso, claro, en futuro. De momento, lo que ha provocado el anuncio es un bullir y rebullir de bilis entre quienes barruntan que en adelante el desempeño de su trabajo será infinitamente más complicado. No arriendo la ganancia, o sea, la pérdida, al gremio del taxi, la mensajería, el reparto o el manejo de autobuses… incluyendo en este caso a los sufridos viajeros, que verán multiplicar por equis la duración de los trayectos, frenazos aparte. Tampoco veo yo los beneficios para el medio ambiente, con todo quisque ahumando en segunda y quemando gasofa que es un primor. Pero quizá el tiempo me demuestre mi error. Ojalá.