Revival cubano

Ciertamente, no soy un gran experto en política internacional, pero me llega, creo que como a todo al mundo, para comprender el carácter histórico del anunciado deshielo de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos… o viceversa. No estoy tan seguro, sin embargo, de que la cuestión se pueda vender como una grandiosa victoria del pequeño y corajudo caimán sobre el monstruo imperialista de siete cabezas. Quizá sí sobre la gusanera de Miami, entendiendo por tal, no a todos y cada uno de los exiliados, sino a los elementos de extremísima derecha que, igual que hace cada colectivo que vive de la bronca, andan ladrando su cabreo por este principio de entendimiento. Tampoco digo, ojo, que se pueda atribuir el triunfo a Washington, porque fue el mismo Obama quien reconoció que  el líder del mundo libre llevaba 55 años haciendo un pan con unas hostias. ¿Y si lo dejamos en un éxito tardío del sentido común combinado, seguramente, con un puñado de intereses que no se dejarán fotografiar?

Siendo, según coincidencia bastante general, el episodio que pondría fin a la guerra fría, resulta sorprendente (o tal vez, ilustrativo) que haya despertado actitudes y proclamas propias de la época que supuestamente se entierra. Desde que los teletipos atronaron con la noticia, se ha desatado un peculiar revival de furibundos anticastristas y procastristas desorejados, los unos con su sulfuro con hedor a fascistela, y los otros, con la proverbial ceguera voluntaria hacia las incontables imperfecciones (sí, es eufemismo) de un régimen que ha demostrado no ser el que muchos soñamos. La verdad, suena todo muy antiguo.

¿Cuba va?

Cuesta mucho asumir que las utopías juveniles se van descascarillando sin piedad y acaban convertidas en la dolorosa constatación de que los sueños, sueños son. En el trayecto hasta el cruel topetazo con la realidad, van saliendo a tu encuentro indicios, cada vez más irrebatibles. Al principio, los niegas con las tripas. Luego, tratas de obviarlos. Al final, cautivo y desarmado, admites, por ejemplo, que Cuba no es, como todas las células de tu cuerpo creían, el único lugar del planeta donde los ideales más hermosos habían conseguido prender.

A mi me abrió los ojos -significativa casualidad- un cubano llamado Lázaro. Sus años de resistencia contra la amenaza gringa, su abnegada participación en las heroicas zafras y su entrega en las campañas de alfabetización tuvieron por toda recompensa la prohibición de ejercer su profesión, que es la mía, por cierto. Su delito consistió en decir en público que lo que veían sus ojos cada día no se parecía a aquello por lo que tanto se luchó. Marginado y vigilado permanentemente por imberbes a los que probablemente enseñó sus primeras letras, cuando yo lo conocí hace veinte años, se las apañaba de taxista ilegal con un Lada que se caía a trozos. Con su formación, podría haber echado barriga en cualquier universidad norteamericana, pero jamás tuvo la menor intención de subirse a una balsa. Seguía siendo cubano y socialista.

Los otros disidentes

No todos los disidentes del castrismo son larvas alimentadas por la gusanera de Miami, ni tipos calculadores que se han metido a bronquistas para asegurarse un buen sillón cuando ni Fidel ni Raúl estén. Es cierto que es una tentación contestar con demagogia a la demagogia, y que la presunta “oposición democrática”, con honrosas excepciones, huele a pachulí mafioso y a malmetedores neocon con tribuna en Intereconomía, ABC, El Mundo o La Razón. Pero es un error creer que cualquiera que ya no le ríe las gracias al comandante -”coma andante”, dicen algunos a mala leche- es un cáncer liquidacionista de la gloriosa revolución. Chorradas de ese pelo escriben los rancios guardianes de la ortodoxia.

La ceguera voluntaria no va a cambiar la Historia. Aquello que quisimos tanto y que algunos seguimos queriendo a pesar de saber que nunca existió como lo soñamos, ha emprendido sin remedio la vuelta al redil. Podremos echarle la culpa, como siempre, al implacable y asesino bloqueo. Si fuéramos medio sinceros, repararíamos en el otro bloqueo, el mental, que nos ha impedido ver más allá de nuestros deseos de color rojo.