Aquí, un posibilista

Sé que desde Jamaica mi añoradísimo Javier Ortiz me presta gustoso el copyright del título que le acabo de birlar y —menudo morro— tunear para que encaje en mi humilde persona. “Perdonen: aquí, un radical”, se presentaba en su inolvidable columna de estreno en el último medio para el que escribió. En ella asumía, entre la claudicación y la reivindicación, lo que se decía de él, con brillantes anotaciones sobre lo que es y deja de ser la palabra del encabezado. Me corporizo en estas líneas para hacer lo propio, no como radical, que también lo soy en ratos perdidos por más que nadie me crea, sino como posibilista. ¿Demasiado cobarde para luchar y demasiado gordo para salir corriendo, como decía Hubbard en una frase que ya les he citado alguna vez? No confundan, eso se refería al conservadurismo, punto de la evolución que todavía no he alcanzado… aunque ya veo a los que me quieren regular terciando que todo se andará o, [snif], que ya se ha andado.

Dejémoslo, pues, en posibilista, que es algo que tiene igualmente una pésima fama en estos tiempos —o sea, en cualquier tiempo— donde lo que mola son los extremos, mayormente de piquito y exentos de acompañamiento práctico. Hoy, no hace falta que me lo digan, lo que goza de un prestigio social del quince y un glamour del cuarenta es ser utópico. ¿Y qué hay de malo en soñar con Arcadias, Ítacas o Jaujas? Nada, salvo que buena parte de los que diseñan mundos perfectos no están dispuestos a mover el culo por mejorar el imperfecto en el que, quieran o no, nacen, crecen, se reproducen (esto es optativo) y mueren. Lo quieren todo, ya, y caído del cielo porque, además, tienen teorizado que es un derecho natural. Es este pensamiento literalmente totalitario el que les hace, manda huevos, escaquearse de la lucha por parciales.

Los posibilistas, como aquí su seguro servidor, creemos que para recorrer un millón de kilómetros es preciso dar el primer paso.

¿Cuba va?

Cuesta mucho asumir que las utopías juveniles se van descascarillando sin piedad y acaban convertidas en la dolorosa constatación de que los sueños, sueños son. En el trayecto hasta el cruel topetazo con la realidad, van saliendo a tu encuentro indicios, cada vez más irrebatibles. Al principio, los niegas con las tripas. Luego, tratas de obviarlos. Al final, cautivo y desarmado, admites, por ejemplo, que Cuba no es, como todas las células de tu cuerpo creían, el único lugar del planeta donde los ideales más hermosos habían conseguido prender.

A mi me abrió los ojos -significativa casualidad- un cubano llamado Lázaro. Sus años de resistencia contra la amenaza gringa, su abnegada participación en las heroicas zafras y su entrega en las campañas de alfabetización tuvieron por toda recompensa la prohibición de ejercer su profesión, que es la mía, por cierto. Su delito consistió en decir en público que lo que veían sus ojos cada día no se parecía a aquello por lo que tanto se luchó. Marginado y vigilado permanentemente por imberbes a los que probablemente enseñó sus primeras letras, cuando yo lo conocí hace veinte años, se las apañaba de taxista ilegal con un Lada que se caía a trozos. Con su formación, podría haber echado barriga en cualquier universidad norteamericana, pero jamás tuvo la menor intención de subirse a una balsa. Seguía siendo cubano y socialista.

Los otros disidentes

No todos los disidentes del castrismo son larvas alimentadas por la gusanera de Miami, ni tipos calculadores que se han metido a bronquistas para asegurarse un buen sillón cuando ni Fidel ni Raúl estén. Es cierto que es una tentación contestar con demagogia a la demagogia, y que la presunta “oposición democrática”, con honrosas excepciones, huele a pachulí mafioso y a malmetedores neocon con tribuna en Intereconomía, ABC, El Mundo o La Razón. Pero es un error creer que cualquiera que ya no le ríe las gracias al comandante -”coma andante”, dicen algunos a mala leche- es un cáncer liquidacionista de la gloriosa revolución. Chorradas de ese pelo escriben los rancios guardianes de la ortodoxia.

La ceguera voluntaria no va a cambiar la Historia. Aquello que quisimos tanto y que algunos seguimos queriendo a pesar de saber que nunca existió como lo soñamos, ha emprendido sin remedio la vuelta al redil. Podremos echarle la culpa, como siempre, al implacable y asesino bloqueo. Si fuéramos medio sinceros, repararíamos en el otro bloqueo, el mental, que nos ha impedido ver más allá de nuestros deseos de color rojo.