Si yo fuera catalán, soberanista y creyente, le pondría toneladas de cirios a Sant Cugat (en castellano, San Cucufato) para que el PP monte todos los fines de semana una chanfaina patriotera como la que acaba de dejar al planeta sin reservas de vergüenza ajena. Aparte de dar para escribir cuatro tratados de psicopatología, el desfile de caspa, facundia, suficiencia moral y arrogancia mendaz cuenta tanto como cien incendiarios mítines independentistas. Efecto bumerán, tiro por la culata, pan con unas hostias o, pensando mal, que el happening no estaba diseñado para los naturales del lugar donde se celebró, a los que se da por perdidos, sino para elevar la moral de la talibanada centralista del exterior. Más motivos para el desafecto.
Fuere como fuere, el espectáculo resultó un non stop de la chabacanería. Montoro sacándose de la manga birlibirloques para disimular el expolio, Rajoy hablando de amor como lo hacen los maltratadores, Mari Mar Blanco exhibida a modo de estampita de la virgen de la culebra con el hacha, Sánchez Camacho relinchando no sé qué de machetazos… Resulta casi imposible escoger el despropósito más ruborizante, pero si hay que hacerlo, me quedo con María Dolores de Cospedal gritando a voz en cuello que los catalanes ya eran fieles y felices súbditos de España hace cinco siglos.
Tal barbaridad equivale a porfiar que la Tierra es plana, que los niños vienen de París o que el autor de estas líneas es el vivo retrato de Brad Pitt hace quince años. Pero claro, es lo que ocurre cuando los cátedros de reconocido prestigio y camisa azul se ponen la ideología por montera y dan en proclamar, sabiendo que es una trola infecta, que la nación española se engendró en el tálamo de los reyes católicos. Los bodoques sin media lectura, como la de los finiquitos simulados y diferidos, se lo tragan y lo recitan cual papagayos. Y los que se inventan la Historia son los demás, no te jode.