Extrema derecha, pero menos

Déjà vu lo llaman. Desde hace veinte años, en los sesudos análisis y despieces que siguen a cada cita electoral en el estado francés hay un titular que raramente falla: “Preocupante auge de la extrema derecha”. Tal cual se suele enunciar, incluso cuando el Frente Nacional ha perdido respaldo en comparación con convocatorias anteriores o, como ha sido el caso, cuando uno de los pocos datos que han clavado las encuestas es el resultado de la formación liderada por Marine Le Pen. ¿A qué viene sorprenderse y echarse las manos a la cabeza por el cumplimiento de algo que venía telegrafiado? Pura coreografía ensayada que oculta, me temo, muy pocoas ganas de hurgar en el fenómeno. Es más práctico despachar el asunto con cuatro tópicos y un rasgado de vestiduras ritual que meter las narices en un avispero donde la política convencional resultaría bastante malparada.

Al contrario de lo que veo en la mayoría de interpretaciones sobre el asunto, a mi no me provoca el menor escándalo que un 18 por ciento de los ciudadanos vote por una opción tan ideológicamente deleznable. De hecho, me da más miedo el indeterminado porcentaje de individuos de auténtica y genuina extrema derecha que han apoyado a un Sarkozy que cada vez disimula menos. Ahí es donde está el verdadero peligro, porque detrás de esos sufragios sí hay unas convicciones tan rancias como profundas… y con la posibilidad real de transformarse en medidas concretas.

Sin embargo, y por paradójico que pueda parecer, los que en estas dos décadas han inflado el globo de los Le Pen —padre e hija— no son mayoritariamente fascistas y cabezas rapadas de manual. Son, en buena medida, gentes abandonadas a su suerte por los partidos tradicionales y, si hay que concretar más, por los de izquierda, que los han relegado de una patada a la última fila de sus prioridades. Para expresar su cabreo sólo les queda votar lo que quizá jamás habrían votado.

30 horas en Toulouse

Las películas que pasan de noventa minutos se me hacen insufribles. Qué decir, entonces, de la superproducción francesa de más de treinta horas que nos acaban de atizar en directo desde Toulouse. Y lo peor es que ya en la primera escena se sabía cuál iba a ser el final. La de veces que habremos visto al malo malísimo frito a balazos y despanzurrado al saltar por la ventana. Pues otra más, con la salvedad de que esta vez no era un actor o el doble de situaciones peligrosas el que quedaba hecho fosfatina para levantarse en cuanto el director diera por buena la toma. Es curioso, o tal vez no, que apenas se note la diferencia entre realidad y ficción. Hace mucho que cruzamos de la una a la otra y de la otra a la una sin tener claro del todo en cuál estamos. Signo de los tiempos.

Si me quedo con algo de este thriller, no es con los efectos especiales o las imágenes de impacto, sino con la trama que había bajo todo ese aparataje. Nos vendrán a contar que el guión se fue escribiendo sobre la marcha, pero somos lo suficientemente mayorcitos para no creerlo. Obviamente, en un cirio de estas características hay mucha improvisación, pero lo sustantivo atendía a un escrupuloso libreto donde lo de menos era cómo y cuándo se ventilaban al fulano. El mensaje de la peli estaba en lo que ocurría (es decir, en lo que se hacía parecer que ocurría) entre medio.

Como primer golpe, había que crear la ilusión de que el acto más electoralista de toda la campaña para las presidenciales no lo era. A partir de ahí, tocaba vestirlo de solemnidad y grandeur, muy a la francesa. De nuevo, la patria amenazada (nótese que no por un ejército, sino por un asesino free-lance) y un héroe dispuesto a salvarla. Honor y gloria al gran Nicolás, que como todos los buenos de manual, primero fue firme pero magnánimo —“Hemos de capturarlo vivo”— para, una vez agotada la santa paciencia, ordenar la escabechina. C’est fini?