¡Fascista!

Pese a que se le atribuye insistentemente la cita, parece que Winston Churchill nunca dijo que los fascistas del futuro se llamarían a sí mismos antifascistas. Una lástima, porque el zorro inmortal (y un tanto inmoral) se habría anotado un pleno al quince como profeta. Y ya, si hubiera añadido la brutal banalización del término y su uso como piedra arrojadiza entre quienes, generalmente, harían mejor en callar, se habría coronado definitivamente como el gran as de los visionarios. Sospecho, sin embargo, que ni Churchill ni ningún verdadero coetáneo del fascismo y/o cualquiera de los totalitarismos de mediados del siglo XX se hubiera atrevido a sospechar que aquel motor de muerte y destrucción acabaría siendo un exabrupto casi vacío de contenido. O peor: con el contenido que le otorga a voluntad y por capricho quien se lleva a la boca la palabra para escupirla contra su enemigo.

Hay quien sostiene que lo que describo es una moda reciente, y se lo atribuye a la aparición en escena de fenómenos como los que identificamos con los apellidos Le Pen, Salvini, Trump, Bolsonaro, Orban… u otros que seguramente se habrán hecho presentes en la mente de los lectores. Lo cierto es que no es así. Desde que tengo memoria, es decir, desde poco después de la muerte de Franco, he asistido a idéntico proceder. Así, los adversarios, independientemente de su ideario, se convertían en fascistas sin matices para grupos que, faltaría más, reclamaban para sí y en calidad de monopolio la condición de antifascistas. Lo hacían y lo siguen haciendo, he ahí la siniestra paradoja, echando mano de los métodos de los fascistas originales.

Reflexión francesa

Tras el susto francés, procede una reflexión. De entrada, sobre la verbena de los titulares que ha provocado por aquí abajo la victoria de un señor al que hace un ratito no conocía nadie al sur del Bidasoa. “Francia liberada”, se albriciaba sin sentido del pudor un diario de los alrededores, mientras otros daban las gracias en el idioma de Moliere o anunciaban el fin de los días del radicalismo populista o del populismo radical, no sé muy bien. Tremendos excesos, solo a la par de los heraldos del apocalipsis que proclaman la llegada del anticristo ultraliberal a lomos del caballo de Troya de la democracia. Qué poco disimulaban los joíos que en el fondo les habría encantado la victoria de Marine Le Pen, musa de Verstrynges que tiran al fascio como las cabras al monte.

¿Y hay motivo para tanta pirotecnia a diestra y siniestra? Me da que ni tanto ni tan calvo, pero no se lo podría certificar y, mucho menos, documentar. Ojalá estuviera iluminado por la misma sabiduría que quienes sin ningún lugar a dudas van soltando esta o la otra profecía, sin pararse a pensar en que han pifiado todos y cada uno de sus anteriores vaticinios. Me limitaré, y más por intuición que por conocimiento de causa, a acoger de buen grado la victoria de Macron por lo que evita y, especialmente, porque es lo que han querido los votantes. A partir de ahí, me siento a ver qué ocurre en los próximos capítulos, empezando por las legislativas que tocan dentro de un mes, sin pasar por alto que hay más de diez millones y medio de personas que, seguramente sin ser fascistas de manual en su mayoría, han apostado por el Frente Nacional.

Macron no es Le Pen

Es curioso cómo cambian los sermones. Antes de la primera vuelta de las presidenciales francesas, la obsesiva martingala era que había que evitar a toda costa una victoria de Marine Le Pen. A la vuelta de cada esquina había un profeta anunciando con los ojos fuera de las órbitas las mil y una plagas que sobrevendrían a la llegada al Elíseo de la candidata del Frente Nacional. En cuanto las urnas dejaron a la doña con unos números que, sin ser ni mucho menos malos, parecen alejarla de su objetivo, el pánico impostado se desvaneció para dejar paso a los campeones intergalácticos de la superioridad moral.

La nueva letanía es, como ya anotamos aquí entre la risa floja y el llanto inconsolable, que da lo mismo votar a la extrema derecha desorejada que a un tipo al que en tres asaltos se le ha hecho el traje de neoliberal de caricatura. No crean que no me da rabia conceder la razón a mi nada estimado Fernando Savater: qué diferencia entre lo que se quiere y lo que se quiere querer. O, más sencillamente, entre lo que se proclama con la bocaza y lo que secreta y vergonzosamente se desea.

Estamos en un cuanto peor mejor de libro. Más patético, si piensan que no les hablo de ciudadanos franceses con derecho a sufragio (que al fin y al cabo se juegan su futuro y sus cuartos), sino de cómodos pontificadores que desde el sur del Bidasoa arreglan las vidas ajenas en un par de tuits o sentencias jacarandosas. Siguiendo su propio modus operandi, resulta tentador fantasear con el que sería enésimo patinazo de las encuestas. Bien es verdad que si se diera el caso, correrían a berrear que ya lo habían advertido.

El simple mal menor

Vaya con los franceses. Otros más que no saben votar, según andan proclamando los repartidores oficiales de certificados de aptitud democrática. Enfurruñados como los malcriados infantes políticos que son, llevan día y pico dando la murga con que Le Pen y Macron son la misma bazofia. Eso, en la versión más llana. La alternativa, con un toque mayor de elaboración, pretende que los dos que van a jugarse la presidencia de la República se retroalimentan en un bucle infinito de causas y efectos. “El liberalismo provoca populismo xenófobo”, recita el ejército de orgullosos papagayos, incapaces de asumir la derrota de su propuesta, si es que tenían alguna que fuera más allá de oponerse a lo que fuera.

En su cerrilidad de inquebrantables seres superiormente morales, ni siquiera caen en la cuenta de que tratar de imbéciles a las personas que echan la papeleta en la urna no es el mejor modo de granjearse su simpatía. Con medio gramo menos de soberbia y uno más de perspicacia, quizá hasta podrían llegar a comprender por qué en la mayoría de las últimas consultas electorales ha venido saliendo exactamente lo contrario de lo que propugnaban desde las atalayas con vistas a su propio ombligo.

Por lo demás, en el caso concreto de Francia, hasta el mismo domingo a las 8 de la tarde, lo que supuestamente mantenía apretados los esfínteres era lo que se atisbaba como nada improbable victoria holgada de Le Pen. Por poco que nos guste el ganador de la primera vuelta, parece de justicia reconocerle que es el mejor colocado para evitar el desastre anunciado. ¿O a estas alturas hay que descubrir la teoría del mal menor?

Extrema derecha, pero menos

Déjà vu lo llaman. Desde hace veinte años, en los sesudos análisis y despieces que siguen a cada cita electoral en el estado francés hay un titular que raramente falla: “Preocupante auge de la extrema derecha”. Tal cual se suele enunciar, incluso cuando el Frente Nacional ha perdido respaldo en comparación con convocatorias anteriores o, como ha sido el caso, cuando uno de los pocos datos que han clavado las encuestas es el resultado de la formación liderada por Marine Le Pen. ¿A qué viene sorprenderse y echarse las manos a la cabeza por el cumplimiento de algo que venía telegrafiado? Pura coreografía ensayada que oculta, me temo, muy pocoas ganas de hurgar en el fenómeno. Es más práctico despachar el asunto con cuatro tópicos y un rasgado de vestiduras ritual que meter las narices en un avispero donde la política convencional resultaría bastante malparada.

Al contrario de lo que veo en la mayoría de interpretaciones sobre el asunto, a mi no me provoca el menor escándalo que un 18 por ciento de los ciudadanos vote por una opción tan ideológicamente deleznable. De hecho, me da más miedo el indeterminado porcentaje de individuos de auténtica y genuina extrema derecha que han apoyado a un Sarkozy que cada vez disimula menos. Ahí es donde está el verdadero peligro, porque detrás de esos sufragios sí hay unas convicciones tan rancias como profundas… y con la posibilidad real de transformarse en medidas concretas.

Sin embargo, y por paradójico que pueda parecer, los que en estas dos décadas han inflado el globo de los Le Pen —padre e hija— no son mayoritariamente fascistas y cabezas rapadas de manual. Son, en buena medida, gentes abandonadas a su suerte por los partidos tradicionales y, si hay que concretar más, por los de izquierda, que los han relegado de una patada a la última fila de sus prioridades. Para expresar su cabreo sólo les queda votar lo que quizá jamás habrían votado.