El Gobierno Vasco anuncia el lanzamiento de una campaña contra las actitudes racistas y xenófobas. Sin duda, no está de más, pero aviados vamos si creemos que un puñado de spots y carteles, por creativos que sean, servirán para cambiar unos comportamientos firmemente instalados en una parte creciente de la población. Bastante éxito será que los mensajes no sirvan para exactamente lo contrario de lo que pretenden. Si en lugar de haber tirado por el buenrollismo y el bienquedismo, nos hubieran interesado los cómos y los porqués del fenómeno, a estas alturas tendríamos claro que insultar a la gente y negarle su realidad diaria no es el mejor modo de llevarla hacia la reflexión. Al contrario, es la receta para encabronarla más.
Todos tenemos claro que el racismo, además de ser una pulsión que probablemente va de serie en la condición humana, se fundamenta en tópicos y estereotipos burdos. Lo que parece más complicado ver es que también el antirracismo oficial funciona a partir de la misma categorización de trazo grueso, es incapaz de atender a razones, y no duda en aventar bulos de similar factura a los que le achaca a la otra parte. Da por sentado que hay una especie de seres inferiores profundamente ignorantes, egoístas y malvados que se levantan y se acuestan pensando cómo joder la vida a los diferentes.
Poco bueno va a salir de este choque de prejuicios. Hasta la fecha, el saldo es la radicalización de las posturas, con la particularidad inquietante de que la que ha crecido más en número es la que, ya sin matices, manifiesta su inquina por los inmigrantes. Y los cazadores de votos, al acecho.