Rotherham y los canallas

Rotherham, ¿les suena? Es bastante probable que no, a pesar de que lo que se ha sabido que ocurrió en esta ciudad inglesa durante 16 años constituye una inconmensurable ignominia que, en condiciones (medio) normales, habría sido noticia de apertura prolongada y material de abasto prioritario para tertulias y columnas. Estamos hablando —es decir, deberíamos estar hablando— de 1.400 menores sistemáticamente violadas, secuestradas, prostituidas, torturadas y vendidas por un puñado de libras. En un lugar del presunto primer mundo, en la llamada sociedad de la información, y prácticamente a la vista pública. Pero ni las autoridades políticas, ni la policía, ni los servicios sociales movieron un dedo. Tampoco, oh sorpresa, las beatíficas ONGs. Las víctimas que, venciendo el pánico, se atrevieron a denunciar lo que les habían hecho fueron tratadas de busconas o, en el mejor de los casos, de adolescentes fantasiosas. Las mandaban a casa advirtiéndoles sobre las consecuencias que podría tener abrir la boca. A las amenazas de sus extorsionadores se unían las de los representantes del sistema que supuestamente velaba por ellas.

Si no tenían conocimiento previo de la tremebunda historia, se estarán preguntando dónde estaban los —¡y las!— apóstoles del discurso de género, con su soniquete del empoderamiento y sus diatribas de la sociedad heteropatriarcal. Se lo desvelo: estaban y están echando tierra a todo esto. Aunque las víctimas pertenecían a la comunidad paquistaní, sus victimarios, también. Compréndanlos, no querían pasar por racistas. Era (y es) preferible guardar silencio. Cómplice, naturalmente.