La de ayer fue la jornada perfecta para dedicarse a la investigación social parda. A pesar de la lluvia inclemente y de que no ando escaso de tareas, dediqué un rato a constatar a golpe de vista cómo se comportaba el personal en el día del casi adiós a las mascarillas. Fue un ejercicio sin el menor valor científico, por descontado, pero de lo más entretenido. Les cuento.
Empecé por mi propio centro de trabajo, al que llegué dubitativo y con la boca y la nariz cubiertas, por si acaso, para comprobar que la totalidad de mis compañeras y compañeros lucían también la protección de tela. Y tanto en las oficinas de alrededor como en los espacios comunes, tres cuartos de los mismo. Parecía que no había pasado la supuestamente decisiva hoja del calendario.
La tónica se repetía en los mercados de todos los tamaños que pude visitar: un híper, un súper, una panadería, una frutería y una charcutería, concretamente. Todo el personal de los establecimientos y la inmensa mayoría de la clientela llevaba tapada la parte inferior del rostro. Quienes no portaban el adminículo obligatorio hasta anteayer daban la impresión de estar un tanto turbados.
La única excepción se daba allá donde era más imaginable: en los locales de hostelería. Ahí sí se veían las caras al natural disfrutando de consumiciones y conversaciones sin distancia. Nada muy distinto, en realidad, a lo que ya venía ocurriendo. Aunque los parroquianos llevaran la mascarilla bajo el mentón, en los bares y restaurantes se aplicaba oficiosamente desde tiempo atrás la medida ahora oficial. ¿Conclusión? Mejor la dejamos para dentro de un par de semanas.