Dos fotografías con apenas ocho días de diferencia. En la primera, las y los portavoces de los grupos con representación en el ayuntamiento de Bilbao levantan, sonrientes, sus copas. En la segunda aparecen los mismos protagonistas en prácticamente idéntica actitud festiva, pero se aprecia un desmarque estentóreo. La edil del PP posa con las manos entrelazadas, nítidamente crispadas, y gesto que pretende ser adusto, aunque según la instantánea que miremos —hay varias que recogen el momento—, vemos media sonrisa o cara de mala uva.
Cabría imaginar que por dentro estaría deseando que se la tragara la tierra. O quizá no. También es posible que Raquel González estuviera pensando que esta vez las huestes cavernarias intra y extramuros de su partido no solo no tendrían nada que reprocharle, sino que hasta la aplaudirían por haberse significado como la excepción que no se prestaba a brindar con Jone Goirizelaia, concejala de EH Bildu y encarnación de muchos males allá en el ultramonte diestro. La cuestión es que ni siquiera podemos asegurar que haya cumplido este objetivo. A buena parte de los compañeros de credo ideológico de González les molesta simplemente que uno de los suyos aparezca en la misma imagen que cualquiera de los señalados como villanos oficiales.
Y ahí es donde a la presidenta del PP en Bizkaia le ha nacido un problemón. Apenas llevamos seis meses de legislatura municipal. Quedan incontables actos festivos a los que estará convocada y desde ahora mismo sabe que deberá pasárselos midiendo las distancias y preguntándose qué comportamientos son admisibles y cuáles no para su parroquia. Una maldición.