El relato es mucho más importante que los propios hechos. Lo estamos viendo de nuevo en estas horas de desvergonzada e incesante orgía laudatoria a Adolfo Suárez. En la mejor biografía del personaje que se ha escrito, Gregorio Morán clava este peculiar fenómeno de la memoria deconstruida a lo Adriá: “Quizá nos hicimos mayores cuando descubrimos que era el pasado el que cambiaba siempre, y que el presente seguía en general inmutable”. Manda pelotas que, teniendo edad y meninges para acordarnos de cómo discurrieron los acontecimientos, estemos dispuestos a dar por buenas las versiones trampeadas del ayer que nos están colando.
A Suárez, hoy loado a todo loar, lo dejaron tirado como a un perro después de haberle hecho pasar las de Caín. ¿Quiénes? Eso tiene gracia: los mismos que ahora se dan golpes de pecho y lo elevan a los altares. Su martirio fue obra —literalmente— de todos del rey abajo. No por nada fue el Borbón, ayer gimiente, el que dio la orden de acoso y derribo sin reparar en gastos. Sencillamente, se les había ido de las manos y había que quitarlo de en medio antes de que les jodiese el invento.
Eso también se cuenta poco: no lo habían escogido por ser el más brillante sino el que, gracias a su ambición y a su ego, parecía el más manejable. Las otras dos alternativas, Fraga y Areilza, le daban mil vueltas en talento (también para hacer el mal) y no era cuestión de arriesgarse. No contaban con que aquel chisgarabís se metería tanto en su papel y acabaría creyendo que era el elegido para devolver las libertades. Cuando le vieron las intenciones, lo fumigaron. Hoy lo lloran. Farsantes.