Farsantes

El relato es mucho más importante que los propios hechos. Lo estamos viendo de nuevo en estas horas de desvergonzada e incesante orgía laudatoria a Adolfo Suárez. En la mejor biografía del personaje que se ha escrito, Gregorio Morán clava este peculiar fenómeno de la memoria deconstruida a lo Adriá: “Quizá nos hicimos mayores cuando descubrimos que era el pasado el que cambiaba siempre, y que el presente seguía en general inmutable”. Manda pelotas que, teniendo edad y meninges para acordarnos de cómo discurrieron los acontecimientos, estemos dispuestos a dar por buenas las versiones trampeadas del ayer que nos están colando.

A Suárez, hoy loado a todo loar, lo dejaron tirado como a un perro después de haberle hecho pasar las de Caín. ¿Quiénes? Eso tiene gracia: los mismos que ahora se dan golpes de pecho y lo elevan a los altares. Su martirio fue obra —literalmente— de todos del rey abajo. No por nada fue el Borbón, ayer gimiente, el que dio la orden de acoso y derribo sin reparar en gastos. Sencillamente, se les había ido de las manos y había que quitarlo de en medio antes de que les jodiese el invento.

Eso también se cuenta poco: no lo habían escogido por ser el más brillante sino el que, gracias a su ambición y a su ego, parecía el más manejable. Las otras dos alternativas, Fraga y Areilza, le daban mil vueltas en talento (también para hacer el mal) y no era cuestión de arriesgarse. No contaban con que aquel chisgarabís se metería tanto en su papel y acabaría creyendo que era el elegido para devolver las libertades. Cuando le vieron las intenciones, lo fumigaron. Hoy lo lloran. Farsantes.

La batalla del relato

Ojos como platos del Arzak: un alto cargo del Gobierno español habla en público de algo llamado “la batalla del relato”. Así, como si estuviera dando cuenta del cambio de color de los calcetines de la Guardia Civil. Y dice, poco más o menos, que una vez tumbada la doctrina Parot, ese va a ser su motivo para levantarse cada día de la cama. ¡Rediós! Apenas unos días después, allá por las antípodas ideológicas, un señalado —en muchos sentidos— dirigente político se lleva a la boca la misma expresión. No para ciscarse en ella, rechazarla de plano y afirmar que los suyos se niegan a entrar en reyertas barriobajeras que, por lo demás, son la manifestación de la disposición a hacer trampas. Al contrario, lo que hace es ver la apuesta y subirla. También él se apunta al pulso. A ver quién tiene más huevos para imponer una versión oficial, universal y canónica de lo que ha pasado aquí.

La cosa es que esta canción es viejísima y la hemos tarareado todos. Ahora que vamos despacio, tralará, vamos a contar mentiras. Mi escándalo viene por el desparpajo. Uno ya se imagina que se la quieren meter doblada y que a la que se descuide, le van a intentar pegar el cambiazo. Pero, caray, con disimulo y poniendo cara de yo no fui. ¿Por qué clase de subseres nos tomarán, que se dan el desahogo de anunciarnos con luz y taquígrafos que piensan bañarnos de trolas de aquí en adelante hasta que comulguemos a diario con su rueda de molino? Casi mejor no contestar. Supongo que en el fondo saben que, quitando un puñado de tocapelotas que se resisten a consumir potitos, así se los haya hecho su madre, el resto de la misión es coser y cantar. Con que la parroquia propia compre la novela, la edición está amortizada.

Si me da pena, es por las almas de cántaro que, movidas por tan nobles como ingenuas intenciones, hacen proselitismo del beatífico relato compartido en armonía y salud. Me da que no se van a comer un colín.