No hace ni un año, el entonces sputnik recién lanzado Pablo Iglesias Turrión proclamó en dos entrevistas diferentes que había que terminar con las reuniones políticas en los reservados de los restaurantes. En una (nueva) muestra de su fidelidad grouchomarxiana a los principios aventados, el miércoles pasado, el líder de Podemos se reunió con el secretario general del PSOE y miembro de la casta en proceso de revisión, Pedro Sánchez, en el reservado del restaurante de un hotel madrileño. Como buen ególatra reivindicador, la mañana siguiente lo largo él mismo en el programa de Ana Rosa con palabras que recordaban a cancioneta etílica de Ortega Cano: “Era un reservado, muy a gusto, un sitio en el que podíamos estar cómodos”.
La cosa es que salvo la contradicción —o la incoherencia— de talla XXL entre lo pontificado y lo practicado, no hay mucho más que reprocharle a Iglesias. Los encuentros discretos, e incluso los secretos, qué caray, son, además de muy frecuentes, absolutamente necesarios en la práctica política. Igual para menudencias de rutina que para desatascar cuestiones cruciales, los contactos lejos de la luz y los taquígrafos resultan de enorme utilidad.
Ocurre, me temo, que en el vaciado ritual de los conceptos, lo que se estila ahora es apelar a una transparencia de pitiminí, de esa que llena mucho en la boca pero no cunde nada en el plato. Y como ejemplo rayano en lo ridículo, las delegaciones extremeñas y zaragozanas del PSOE y Podemos, por mandato de los morados, transmitiendo en vivo sus negociaciones a través de internet. Como ejercicio de exhibicionismo light, pase, pero no más.