Política de reservados

No hace ni un año, el entonces sputnik recién lanzado Pablo Iglesias Turrión proclamó en dos entrevistas diferentes que había que terminar con las reuniones políticas en los reservados de los restaurantes. En una (nueva) muestra de su fidelidad grouchomarxiana a los principios aventados, el miércoles pasado, el líder de Podemos se reunió con el secretario general del PSOE y miembro de la casta en proceso de revisión, Pedro Sánchez, en el reservado del restaurante de un hotel madrileño. Como buen ególatra reivindicador, la mañana siguiente lo largo él mismo en el programa de Ana Rosa con palabras que recordaban a cancioneta etílica de Ortega Cano: “Era un reservado, muy a gusto, un sitio en el que podíamos estar cómodos”.

La cosa es que salvo la contradicción —o la incoherencia— de talla XXL entre lo pontificado y lo practicado, no hay mucho más que reprocharle a Iglesias. Los encuentros discretos, e incluso los secretos, qué caray, son, además de muy frecuentes, absolutamente necesarios en la práctica política. Igual para menudencias de rutina que para desatascar cuestiones cruciales, los contactos lejos de la luz y los taquígrafos resultan de enorme utilidad.

Ocurre, me temo, que en el vaciado ritual de los conceptos, lo que se estila ahora es apelar a una transparencia de pitiminí, de esa que llena mucho en la boca pero no cunde nada en el plato. Y como ejemplo rayano en lo ridículo, las delegaciones extremeñas y zaragozanas del PSOE y Podemos, por mandato de los morados, transmitiendo en vivo sus negociaciones a través de internet. Como ejercicio de exhibicionismo light, pase, pero no más.

La discreción y tal

Cuando el miércoles a mediodía escuché que el lehendakari no había querido confirmar ni desmentir si se había reunido con Rajoy, supe que la respuesta era sí. Aposté contra mi otro yo a que esa misma tarde, hacia la hora del Teleberri o los telediarios, el chachau estaría en los titulares. También hice una terna mental de los posibles firmantes del scoop y me sonreí al pensar que en la narración se emplearía la descuajeringante fórmula “fuentes conocedoras del encuentro”, que viene a ser la actualización del “Me lo dijo Pérez, que estuvo en Mallorca”. Quizá con la salvedad de que aparecieron más padres de la exclusiva de los que había imaginado, el resto se cumplió milimétricamente. Nadie piense que tengo poderes extrasensoriales ni una capacidad de análisis del copón de la baraja. Es una cuestión de años de oficio asistiendo a la repetición de idéntica jugada, a veces con aburrimiento, otras con cabreo, y las más, con una enorme sensación de incredulidad ante la reiteración de la coreografía.

De este caso en concreto, me queda la duda sobre cuál de las dos partes exigió la discreción y cuál la rompió. Puesto que el Gobierno vasco llevaba pidiendo públicamente la cita desde la noche de los tiempos, intuyo que la solicitud de chitón partió de Moncloa, mayormente, para que no se le revuelva más la talibanada. En cuanto al origen del chivatazo, paso palabra, porque bien podría ser incluso doble, simultaneo y, si me apuran, hasta pactado, como ha ocurrido en tantas y tantas oportunidades.

Si les vengo con este cuento, aparentemente para muy cafeteros, es para que pongan en cuarentena cualquier cosa que les cuenten. O que les contemos, que aquí nadie es inocente. Y como es posible que esto lo esté leyendo alguno de los muñidores del backstage, aprovecho para enviarles un saludo cariñoso y para recordarles que cuando se ha querido, ha habido encuentros de los que no se ha enterado nadie.