Reconozcámoslo: nos va la gresca de brocha gorda y neurona estrecha. Cada vez que se nos presenta una cuestión propicia para el debate de fondo, tardamos décima y tres cuartos en convertirla, según nos vaya dando el aire, en reyerta tabernaria, pelea de patio de colegio o enganchada de plató de Telecinco. Los posibles argumentos razonados se rinden y dejan el campo libre a las gachupinadas arrojadizas, la demagogia de saldo y, por descontado, el insulto mondo y lirondo con amenaza adosada: rojo, facha, hijoputa, pues tú más, ¿a que te meto?, ¿a que te meto yo a ti? Huelga decir que siempre ha empezado el otro.
No hay asunto, por serio y delicado que sea, que se libre de esta o similar coreografía. La normalización, el modelo de país, la arquitectura institucional, las políticas sociales o la fiscalidad son carne inagotable para la trifulca banderiza empecinada. Y de ahí para abajo, todo lo demás. La de mendrugadas que se han dicho y se siguen diciendo, sin ir más lejos, a favor y en contra del ‘Puerta a puerta’. O las que ya hemos empezado a escuchar y leer sobre los peajes, la enésima pendencia que nos hemos echado al coleto porque por lo visto no teníamos suficientes excusas para desgraciarnos mutuamente las espinillas. Cualquiera diría que la paradójica cohesión social de las vascas y los vascos se asienta sobre infinitas fracturas. La división como seña de identidad, qué caramelo para la antropología moderna.
Pero claro, eso se diría con cinismo y la bandera blanca en alto, que es como la llevamos los que no tenemos vocación de tirios ni de troyanos y que, por eso mismo, resultamos sospechosos de simpatizar con estos y con aquellos al mismo tiempo. Si nos dejamos de resabios, esta querencia por apretar filas para cargar contra las de enfrente con consignas prefabricadas no habla demasiado bien de nosotros. Revela, como poco, que cada vez estamos menos dispuestos a pensar por libre.