El 13 de octubre de 1974, en el teatro Jean Vilar de Suresnes, con Willy Brandt y François Mitterrand como testigos y padrinos, Felipe González Márquez, más conocido como Isidoro, llegó a la secretaría general del PSOE. Fue un golpe de mano en toda regla. La vieja guardia, encabezada por el histórico Rodolfo Llopis que hoy no le suena a nadie, fue desalojada no solo de los órganos de poder sino, con el tiempo, del partido. Con la bendición de las más altas instancias internacionales y el visto bueno de quienes preparaban la metamorfosis controlada de la dictadura a la democracia o así, tomaba el mando de las venerables siglas un grupo de jóvenes no se sabe si osados o desvergonzados.
Ellos pilotaron, siempre con el dóping externo, la conquista del gobierno central, de varios autonómicos y de muchos más municipales. Y ahí se han mantenido, saltando por infinidad de vicisitudes que no caben en esta humilde columna, hasta anteayer. Literalmente anteayer. No creo exagerar demasiado si escribo que la victoria de Pedro Sánchez el domingo no fue únicamente sobre Susana Díaz. Al fin y al cabo, la pinturera presidenta de Andalucía solo desempeña el papel de testaferro de los dinosaurios y sus pajes de menos edad. Tan mal vieron la cosa, que estuvieron en primer plano junto a su mujer de paja. Felipe, Guerra, Pérez Rubalcaba, Zapatero y demás barones y baroncetes de varias generaciones de la estirpe de Suresnes mordieron el polvo, qué ironía, ante quien fue criado para continuar su legado. Bien es cierto que la fuerza necesaria para derrotarlos vino de la militancia que por fin parece haberse rebelado.