Algún día los sindicatos dejarán de enfadarse y no respirar cuando se les apunta, aunque sea con la mejor de las intenciones y en el tono más conciliador, que tal vez, quizá, quién sabe, pudiera ser, a lo mejor… deberían pararse a pensar un poco. Lo sé, pincho en hueso o, peor aun, pongo el dedazo en la madre de todas las llagas dolorosas, sangrantes y purulentas. Ocurre, sin embargo, que no todos somos extremocentristas desorejados que queremos verlos muertos y enterrados en cualquier cuneta de la Historia. Al contrario, algunos (ciertamente, no sé cuántos) de los que nos armamos de valor para garrapatear o balbucear lo que no se puede decir ni nombrar so pena de ir al mismo saco que el malvado enemigo les deseamos larga y combativa vida. Como cualquiera, puedo estar equivocado, pero me da la impresión de que blindarse contra el menor atisbo de autocrítica no es el modo más eficaz de plantar cara a lo que hay enfrente. Y dejo para otro día el concepto enfrente, otro parcial que parecemos tener atravesado.
Me voy a lo reciente. La tercera huelga general en apenas seis meses. ¿Y bien? En realidad, y mal. Ni siquiera regular. Se pueden poner Unai Sordo y Dámaso Casado todo lo animosos que quieran, que nada tapará la indiferencia cruel con la que la jornada atravesó el calendario en la demarcación autonómica de Vasconia. Dos semicorcheas más de incidencia en Navarra, y lo justo para no estallar en llanto en España. ¿No es, como poco, una extraordinaria paradoja que cuando hay más motivos (y son más claros) para protestar, se haga un mundo movilizar al personal?
Sí, hay una respuesta de carril: “es que hay mucho miedo”. Enroquémonos, pues, ahí, y sigamos de fracaso en fracaso hasta la derrota final… si es que no se ha producido ya hace un buen rato. Otra opción, y aquí es donde me brean, es plantearse en serio si a la huelga general no se le ha pasado el arroz. Uy, lo que he dicho.