¿Y bien…?

Algún día los sindicatos dejarán de enfadarse y no respirar cuando se les apunta, aunque sea con la mejor de las intenciones y en el tono más conciliador, que tal vez, quizá, quién sabe, pudiera ser, a lo mejor… deberían pararse a pensar un poco. Lo sé, pincho en hueso o, peor aun, pongo el dedazo en la madre de todas las llagas dolorosas, sangrantes y purulentas. Ocurre, sin embargo, que no todos somos extremocentristas desorejados que queremos verlos muertos y enterrados en cualquier cuneta de la Historia. Al contrario, algunos (ciertamente, no sé cuántos) de los que nos armamos de valor para garrapatear o balbucear lo que no se puede decir ni nombrar so pena de ir al mismo saco que el malvado enemigo les deseamos larga y combativa vida. Como cualquiera, puedo estar equivocado, pero me da la impresión de que blindarse contra el menor atisbo de autocrítica no es el modo más eficaz de plantar cara a lo que hay enfrente. Y dejo para otro día el concepto enfrente, otro parcial que parecemos tener atravesado.

Me voy a lo reciente. La tercera huelga general en apenas seis meses. ¿Y bien? En realidad, y mal. Ni siquiera regular. Se pueden poner Unai Sordo y Dámaso Casado todo lo animosos que quieran, que nada tapará la indiferencia cruel con la que la jornada atravesó el calendario en la demarcación autonómica de Vasconia. Dos semicorcheas más de incidencia en Navarra, y lo justo para no estallar en llanto en España. ¿No es, como poco, una extraordinaria paradoja que cuando hay más motivos (y son más claros) para protestar, se haga un mundo movilizar al personal?

Sí, hay una respuesta de carril: “es que hay mucho miedo”. Enroquémonos, pues, ahí, y sigamos de fracaso en fracaso hasta la derrota final… si es que no se ha producido ya hace un buen rato. Otra opción, y aquí es donde me brean, es plantearse en serio si a la huelga general no se le ha pasado el arroz. Uy, lo que he dicho.

Margarito López

Siempre parece imposible que el huésped de Ajuria Enea supere sus récords sucesivos de canelismo político, pero lo hace sin despeinarse. Y esta vez, además, avisando de antemano para que la cantada tenga aun más eco, como si en el fondo disfrutara haciendo el pardillo en público. Con asesores así, quién necesita enemigos. El martes por la tarde las cejas enarcadas llegaron al techo de las redacciones al recibir una convocatoria en la que se informaba de que su excelencia coscojalera iba a dirigir un mensaje al mundo sobre su postura respecto al conflicto en el metro de Bilbao.

Más allá de la estupefacción ante lo que suponía pasarse por el arco del triunfo a su consejero y a la panda de ineptos que han convertido en un mal tren chuchú lo que fue un notable servicio público, los alucinados plumillas empezamos a cruzar apuestas por el disfraz que llevaría en la comparecencia. Dos o tres almas cándidas barruntaban que saldría de bombero conciliador. Los demás, que conocemos el paño, estábamos convencidos de que aparecería aviado de pirómano, con una tea y un bidón de gasolina en ristre.

Con López pensar mal y acertar es todo uno. Ahí que se plantó el faro de Portugalete a advertir a los malvados sindicalistas de que se les caería el pelo si por su culpa un solo ciudadano se quedara sin su talo, su txakoli o el calendario de la BBK el día de Santo Tomás, aberri eguna de la transversalidad. Para que luego se dude del vasquismo del PSE. Del socialismo, mejor no hablamos, con servicios mínimos del 95 por ciento y la amenaza de mandar a Lanbide a los levantiscos para que Gemma Zabaleta los remate con la mano izquierda.

Podrá contar a sus nietos que una mañana heroica fue como el campeón Pepe Blanco o la lideresa Esperanza Aguirre. O mejor, como el modelo de ambos en las escabechinas obreriles, Margaret Thatcher. Desde ayer Patxi es Margarito, caballero de latón, que a hierro no llega.

Tal vez un gesto inútil

Haré huelga, sí. Mañana mi columna no estará en estas páginas y mi voz no sonará en Gabon, ese refugio de puertas siempre abiertas y cada vez más frecuentado en la sintonía de Onda Vasca. Casi todos los argumentos racionales, empezando por el hecho de que quienes van a resultar directamente perjudicados por mi decisión nada tienen que ver con el monstruo invisible al que hace frente esta convocatoria, me señalaban que lo más correcto y coherente era no secundarla. Últimamente, sin embargo, mis pasos parecen estar alentados, como cuando tenía veinte años, por una corriente que no parte del cerebro sino de las vísceras. Me gustaría pensar que ha sido el corazón -querría decir que lo conservo- y no el hígado quien me ha hecho apostar esta vez por la belleza del gesto inútil.

Gran apoyo el mío, ¿eh?, que de saque doy por sentado que, salga como salga lo de mañana, cuando nos levantemos el viernes, igual que el dinosaurio de Monterroso, los motivos para el cabreo seguirán estando ahí. Una cosa es que a uno le queden unos gramos de romanticismo seguramente trasnochado y otra muy distinta, que se haya vuelto definitivamente ciego. No se puede tapar el sol con un dedo. Ni la precariedad ni los recortes sobre lo ya recortado van a desaparecer porque durante una jornada hagamos como que estamos muy enfadados y dejemos de respirar.

Vientos y tempestades

Los primeros que lo saben, salvo que hayan agotado hasta la última hebra su capacidad de análisis, son los sindicatos que nos han llamado a la protesta. Y si, además, conservan una mínima reserva de autocrítica, también deberían ser conscientes de su parte de culpa. Confundiendo derechos con privilegios, negando las evidencias y las verdades incómodas, convirtiendo las relaciones laborales en un cuentito de obreros buenos y empresarios malos, ellos también sembraron los vientos que nos han dado como cosecha la tempestad que tenemos encima.

Frente a ella, el único y triste parapeto es un derecho limitado al pataleo que recibe el nombre de huelga general. Cualquiera que no pretenda engañarse tiene claro que se trata de un residuo del pasado. Está por demostrar que fuera útil alguna vez; hoy, sencillamente, es una especie de representación carnavalesca, donde luce lo simbólico y se da por perdida la efectividad. Algo de ruido y ninguna nuez. En el mejor de los casos, una catarsis para que quienes participen en ella tengan la sensación, siquiera temporal, de que no han entregado el partido sin jugarlo o de que tienen vela en este entierro, que es el suyo.

Hoy 29-S, ¿y mañana?

A ver cómo les explico esta contradicción. Desde que se convocó, tenía claro que no secundaría la huelga de hoy. No había nada en ella que me resultara cercano. Ni mis intereses, pensando con el cerebro, ni mis apetencias, hablando con el corazón, encontraban reflejo en el paro. Como eso sonaba demasiado egoísta -”mis” y “mis”-, me pregunté si a alguien que no fuera yo mismo le serviría de algo mi humilde adhesión. Me pareció sinceramente que no, así que pasaré este miércoles trabajando. Y ahí viene la incoherencia: a pesar de ello, no me gustaría que esta jornada de lucha, pataleo, manifestación de la impotencia, o lo que sea, se saldase con un fracaso que haga frotarse las manos a quienes quieren al currela con la pata quebrada y la cabeza gacha en la cocina del tajo.

Me temo, como diría Chavela Vargas, que ni modo. Todo huele a que mañana ciertas portadas se reirán a carcajadas y los editoriales, que multiplicarán por ene “la violencia de los piquetes”, certificarán con algarabía la defunción de los sindicatos. Eso será hiriente, pero tal vez sea peor caer en la cuenta de que, consumada y consumida la huelga, ya no quedará mucho más que hacer para protestar. Vía libre para recortar sobre los recortes, para reformar sobre lo ya reformado. Cuando se apuesta a todo o nada, hay un riesgo cierto de que salga lo segundo.

Es tarde

¿Cuál era la opción? Sospecho que ninguna. Simplemente, era -es- demasiado tarde. Lo que un día tuvo cierto sentido que se llamara “clase obrera” hoy es un conglomerado heterogéneo de personas que apenas tienen en común su condición de asalariados. Por más voluntarismo que le echemos, no podemos poner tras la misma pancarta a una cajera de una gran superficie de venta de electrodomésticos que a duras penas araña novecientos euros al mes y a un empleado público que sólo por fichar tiene garantizadas catorce pagas de dos mil quinientos. Y más feo lo pintamos si, al protestar con razón por el ejemplo que he puesto, descubrimos que también hay trabajadores del sector público que no rascan los mil mensuales. La desigualdad era eso.

Nos hemos perdido en los genéricos, porque también cuando decimos “empresarios”, podemos referirnos a Amancio Ortega o a un matrimonio que tiene una degustación o una tienda de chuches y suda la misma tinta que cualquier soldador de La Naval para llegar a fin de mes y pagar a su único empleado. Las diferencias, me parece, son notables y a lo mejor empezar a verlas y asumirlas ayuda a plantear las necesarias luchas de otro modo.