Ni lo uno ni lo otro

Cuando murió Pieter Botha, el asesino sin matices que gobernó Sudáfrica en los años más duros de la segregación y la represión contra la población negra, Nelson Mandela no dudó en mostrar sus condolencias. Podía haberse quedado en un “Descanse en paz, que Dios le perdone”, pero el hombre que pasó entre rejas todo el mandato del bautizado como Gran Cocodrilo dejó escrito lo siguiente: “Mientras para muchos Botha será recordado como un símbolo del apartheid, también le recordamos por los pasos que dio para preparar el camino hacia el pacto que fue negociado pacíficamente en nuestro país”. El gobierno de entonces —finales de 2006—, compuesto en su totalidad por víctimas del matarife, no escatimó en mensajes conciliatorios ni gestos de duelo.

Confieso que, en mi pequeñez de espíritu, soy el primero en no comprender tamaña consideración a un hijoputa de marca mayor. La registro, sin embargo, como término (extremo) de comparación con algunos de los comportamientos artificiosamente displicentes que ha provocado la muerte de Adolfo Suárez. Mientras los adoradores tardíos se salían de madre con las natillas fúnebres, otros han sentido la necesidad de aparecer como los más malotes de la cuadrilla y de marcar paquete iconoclasta. Lo revelador es que ambas reacciones tienen su origen en un desconocimiento sideral —fingido o no— del personaje y de los hechos. Al mito del Prometeo que regaló a los celtíberos el fuego democrático se ha opuesto el contramito del franquista contumaz que prolongó la vida del régimen anterior con un birlibirloque. Y la cosa es que Suárez no fue exactamente ni lo uno ni lo otro.

Muerte (in)digna

¿Por qué tristeza? Supongo que porque los seres humanos, qué contradicción, acabamos funcionando como autómatas. Tenemos programadas las respuestas a cada estímulo y hasta los sentimientos, que uno imaginaría que deberían ser el último reducto de lo personal e intransferible, se rigen de acuerdo a unas pautas establecidas. Así de gregarios somos: al toque del resorte adecuado, nos dejamos invadir por una congoja exquisitamente convencional, que cumple con todas las normas ISO de la pena y evacuamos la cantidad de aflicción que indica el prospecto. A la muerte de una gran personalidad planetaria, por ir ciñéndome al caso concreto que ha provocado esta reflexión seguramente estúpida, le corresponde equis desazón. Y tal cual la expresamos, sin reparar siquiera en las circunstancias concretas, como si fuera lo mismo llorar por alguien que deja este mundo sin colmar su plenitud que por alguien cuya vida era solo un tecnicismo médico desde hace tiempo.

No, yo no he sentido tristeza alguna por la muerte de Mandela, que por cierto, me tocó anunciar en directo a los oyentes de Onda Vasca. En todo caso, un tanto de rabia y asco por la miserable hemorragia de elogios fúnebres de quienes representan exactamente lo contrario que él, colectivo que abarca de extremo a extremo del abanico ideológico. Nauseabunda, la subasta de su cadáver y de su legado entre tantos que lo hubieran matado física y/o virtualmente y que de algún modo continuarán haciéndolo. Vomitivas, las comparaciones a beneficio de obra de su figura con la de cualquier mangarrán que se ha llevado a treinta o cuarenta por delante, qué falta de respeto.

Más allá de ese mal cuerpo por la manipulación impúdica, lo que siento es alivio porque por fin vayan a dejarlo descansar en paz. Para mi, además de todo lo obvio, Mandela era una persona a quien se le privó (no sé si fue la biología o los intereses) del sagrado derecho a morir dignamente.