Prohibido llorar

¡Vaya! Ahora resulta que también hay que pedir permiso para emocionarse o sentir congoja. Era lo que nos quedaba por ver en este totalitarismo cutresalchichero disfrazado de lo contrario: una reata de autoproclamados sumos sacerdotes abroncando al personal porque echa la lagrimita con lo que no debe. Por ejemplo, con las imágenes de la devastación en directo, segundo a segundo, de la catedral de Notre Dame. Qué atrevimiento insensato, el de los simplones mortales que contemplamos el avance del fuego sumidos en una impotencia entreverada de horror e incredulidad. Qué supina muestra de debilidad mental, contener la respiración ante la caída de la aguja central casi a cámara lenta.

“¡Son solo piedras, ignorantes!”, nos abroncaban, imbuidos de su gigantesca superioridad moral los guardianes de la rectitud, antes de rematar(nos) con una selección de catetadas demagógicas de su pobre repertorio. Que si no lloramos tanto por los inmigrantes que perecen en el Mediterráneo o por los centenares de miles de niños que mueren de hambre cada día en el mundo. Que si el incendio hubiera sido en una mezquita, nos importaría un rábano y/o lo estaríamos celebrando. O, en fin, que por qué no dejamos de derrochar energías en lamentar la pérdida de un símbolo de la opresión cristiana y de la turistificación gentrificadora y las dedicamos a luchar contra el perverso capitalismo, las tres(cientas) derechas, el cambio climático, el heteropatriarcado o lo que se vaya terciando. Lástima, es decir, suerte, que uno haya renovado el carné las veces suficientes como para que las melonadas de los partisanos de lance le importen una higa.

Muerte (in)digna

¿Por qué tristeza? Supongo que porque los seres humanos, qué contradicción, acabamos funcionando como autómatas. Tenemos programadas las respuestas a cada estímulo y hasta los sentimientos, que uno imaginaría que deberían ser el último reducto de lo personal e intransferible, se rigen de acuerdo a unas pautas establecidas. Así de gregarios somos: al toque del resorte adecuado, nos dejamos invadir por una congoja exquisitamente convencional, que cumple con todas las normas ISO de la pena y evacuamos la cantidad de aflicción que indica el prospecto. A la muerte de una gran personalidad planetaria, por ir ciñéndome al caso concreto que ha provocado esta reflexión seguramente estúpida, le corresponde equis desazón. Y tal cual la expresamos, sin reparar siquiera en las circunstancias concretas, como si fuera lo mismo llorar por alguien que deja este mundo sin colmar su plenitud que por alguien cuya vida era solo un tecnicismo médico desde hace tiempo.

No, yo no he sentido tristeza alguna por la muerte de Mandela, que por cierto, me tocó anunciar en directo a los oyentes de Onda Vasca. En todo caso, un tanto de rabia y asco por la miserable hemorragia de elogios fúnebres de quienes representan exactamente lo contrario que él, colectivo que abarca de extremo a extremo del abanico ideológico. Nauseabunda, la subasta de su cadáver y de su legado entre tantos que lo hubieran matado física y/o virtualmente y que de algún modo continuarán haciéndolo. Vomitivas, las comparaciones a beneficio de obra de su figura con la de cualquier mangarrán que se ha llevado a treinta o cuarenta por delante, qué falta de respeto.

Más allá de ese mal cuerpo por la manipulación impúdica, lo que siento es alivio porque por fin vayan a dejarlo descansar en paz. Para mi, además de todo lo obvio, Mandela era una persona a quien se le privó (no sé si fue la biología o los intereses) del sagrado derecho a morir dignamente.