Libertad de zapping

Declaraciones de Mercedes Milá sobre la pérdida de la hegemonía catódica del engendro llamado Gran Hermano frente al engendro llamado ¡Splash!: “De repente viene uno, se tira de la piscina y te masacra”. No era una coña marinera, ni un sarcasmo. Hablaba completamente en serio. La tipa lo decía con dolor genuino, convencida del juanete al moño de ser víctima de una tremebunda injusticia. Toda la vida dejándose la piel para servir a la parroquia la basura más hedionda y anestésica, creyendo haber dado con la fórmula insuperable de la telemierda, y resulta que unos advenedizos sin pedigrí se demuestran capaces de evacuar un zurullo mayor sobre el que se lanza con avidez la masa ingrata.

Más allá de lo que me divierte ver encocorada a una individua por la que dejé de sentir simpatía hace veinte años y respeto hace quince, en este ataque de cuernos leo, como si fueran los posos del café, una novela contemporánea sobre la libertad. Su protagonista es eso que hace unos meses Mariano Rajoy bautizó —con más tino del que pensábamos— mayoría silenciosa. Un dato para la digestión, a ver si hay estómago que lo consiga: el lunes por la noche los dos programas (o lo que sean) arriba citados congregaron frente a las pantallas a seis millones de españoles. Contabilizo entre ellos, a riesgo de herir alguna sensibilidad poco curtida, a los de la irredenta Vasconia, que en materia televisiva es más roja y gualda que Quintanilla de Onésimo.

Como todo es superable, un día después, casi nueve millones de seres humanos con ojos y orejas dieron cuenta del Barça-Milan. Ahí me temo que les he cazado a muchos de ustedes y que me hubiera cazado a mi mismo si el evento no llega a coincidir con mi programa de la radio. Por eso mismo, renuncio a ponerme Rottenmayer en el juicio. Me limitaré a señalar que, en el fondo, se trataba de lo más cercano que nos queda al ejercicio de la libertad: elegir qué vemos en la tele.

Amarillo gana

Pero entonces llegó el doctor, conduciendo un cuatrimotor, ¿y saben lo que pasó? Según la canción infantil, que todas las brujerías del brujito de Gulugú (o de Culubrú, en otras versiones) se curaron con la vacuna del galeno. En el caso que nos ocupa, más prosaico y dramático, fueron dos los doctores que llegaron, los ases de la antropología forense Francisco Etxeberria y José Maria Bermudez de Castro, y sacaron los colores a unos anacletos de la pestañí española que literalmente no distinguen los restos óseos de unos ratones de los de unos niños. Ante la apabullante evidencia, que incluía la edad exacta de las criaturas calcinadas, todo lo que se le ocurrió decir al grotesco ministro de Interior es que el mejor escribano echa un borrón. Hemos visto los suficientes capítulos de CSI y Bones —réstenle las necesarias exageraciones de la ficción— para hacernos una idea de la impericia que hay que atesorar para cometer una cantada de ese tamaño.

¿Que no hubo mala intención? Está sobradamente probado que muchas veces la ineptitud resulta más letal que la maldad. Sólo hay que pertenecer a la condición humana para imaginar el innecesario sufrimiento añadido causado por la chapuza a una familia a la que ya no le puede caber más. En segunda pero insoslayable derivada están las toneladas de carroña gratuita y con sello oficial que ha recibido la bandada de anarrosas que desde el minuto uno robaron el asunto de la agenda informativa y lo convirtieron en pienso putrefacto para engordar la audiencia. El infame espectáculo que debió desinflarse hace meses ha tenido mil prórrogas y cien mil penaltis gracias, en buena medida, a la metedura de pata de la que se dice policía científica o, como poco, de los que emiten sus comunicados de prensa.

A esta hora sigue el festín en las cloacas mediáticas. Cada energúmeno pidiendo la horca para el todavía presunto autor del crimen es una décima más de share. Amarillo gana.

La tele séptica

Parecía una de las contadísimas ocasiones en que en la vida real ganan los buenos. Hace dos sábados, ese engendro catódico llamado La Noria se emitió sin un solo anuncio publicitario en sus intermedios. Empujadas por el qué dirán y no sin haber echado cuentas, las marcas que se dejaban ver en tan siniestro escaparate (no peor que otros, por cierto) fueron desertando una a una. La mayoría de ellas acompañó el abandono con una nota de apostasía de la telemierda que contenía, de propina, propósito de enmienda y petición de disculpas a sus consumidores.

Sería injusto arrumbar a todas las firmas como hipócritas, pero de momento, una ha vuelto al redil y, casi más triste, se han incorporado cinco o seis de nuevo cuño, atraídas por las tarifas a cero euros con que contraatacó Telecinco. La semana que viene se sumarán otras cuantas y antes de navidad todo volverá a ser normal. El episodio de la entrevista pagada a la madre del tal Cuco quedará amortizado y como lo que no te mata te hace más fuerte, el programa de marras seguirá esparciendo detritus con mayor convicción que antes. A veces es cierto literalmente que no hay mal que por bien no venga: la últimas entregas de la cosa han tenido los registros de audiencia más altos de su historia.

La conclusión es que tenemos Noria para rato. Y aunque una no descartable acción blanqueadora de la cadena acabase por retirar el espacio de la parrilla, no habría motivo para echar a volar las campanas. En un dos por tres sería sustituido por una ponzoña del pelo con otro nombre y las mismas hediondas intenciones. Recuérdese que Tómbola, el Mississippi de Navarro o el denostado Tomate fueron rápidamente relevados por productos que en la comparación los dejaban en pellizco de monja. El pozo séptico que es la televisión (esa televisión; no generalicemos) no conoce límites de profundidad. ¿Demasiados espectadores con alma de espeleológo, quizá?