Los huesos del manco

Y llegaron los días —el martes y ayer, de momento— en que se habló más de Miguel de Cervantes Saavedra que de Albert Rivera Díaz y casi tanto como de Pablo Iglesias Turrión. El plumilla veterano, papel que podría interpretar yo mismo, se rasca la cocorota con perplejidad ante el tremebundo espectáculo de necrofilia que se despliega por tierra, mar y aire. No hay portada digital o de celulosa ni programa de televisión serio, de varietés o cuarto y mitad (que ahora son la mayoría) que no se haya engolfado en la exhibición de los residuos, más que restos, del autor de Don Quijote. ¿Los reales? Miren, esa es otra: depende del entusiasmo y/o la afección con el régimen gaviotil, cada medio ha titulado que son las genuinas sobras del genial manco, que podrían serlo, que vaya usted a saber o que huele a que no.

Arriesgándome a pasar por el inmenso patán que seguramente soy, y desde el respeto más absoluto e incluso enorme admiración por Paco Etxeberria y el equipo científico que participa en la investigación, me pregunto por lo que supondría certificar que entre ese puñado de escurribañas se cuenten algunas que pertenezcan al escritor alcalaíno. Se me escapa lo que hay detrás de este fetichismo morboso o directamente macabro. Sí, me consta que se puede justificar como filigrana intelectual o, de modo más pedestre, acudiendo al dicho que sostiene que el saber no ocupa lugar. Pero, dado que en este caso, para saber hay que gastarse un pico público, me parecería más útil y justo destinar esos recursos a localizar, desenterrar e identificar los miles de huesos más recientes que esconden cunetas y barrancas.

Amarillo gana

Pero entonces llegó el doctor, conduciendo un cuatrimotor, ¿y saben lo que pasó? Según la canción infantil, que todas las brujerías del brujito de Gulugú (o de Culubrú, en otras versiones) se curaron con la vacuna del galeno. En el caso que nos ocupa, más prosaico y dramático, fueron dos los doctores que llegaron, los ases de la antropología forense Francisco Etxeberria y José Maria Bermudez de Castro, y sacaron los colores a unos anacletos de la pestañí española que literalmente no distinguen los restos óseos de unos ratones de los de unos niños. Ante la apabullante evidencia, que incluía la edad exacta de las criaturas calcinadas, todo lo que se le ocurrió decir al grotesco ministro de Interior es que el mejor escribano echa un borrón. Hemos visto los suficientes capítulos de CSI y Bones —réstenle las necesarias exageraciones de la ficción— para hacernos una idea de la impericia que hay que atesorar para cometer una cantada de ese tamaño.

¿Que no hubo mala intención? Está sobradamente probado que muchas veces la ineptitud resulta más letal que la maldad. Sólo hay que pertenecer a la condición humana para imaginar el innecesario sufrimiento añadido causado por la chapuza a una familia a la que ya no le puede caber más. En segunda pero insoslayable derivada están las toneladas de carroña gratuita y con sello oficial que ha recibido la bandada de anarrosas que desde el minuto uno robaron el asunto de la agenda informativa y lo convirtieron en pienso putrefacto para engordar la audiencia. El infame espectáculo que debió desinflarse hace meses ha tenido mil prórrogas y cien mil penaltis gracias, en buena medida, a la metedura de pata de la que se dice policía científica o, como poco, de los que emiten sus comunicados de prensa.

A esta hora sigue el festín en las cloacas mediáticas. Cada energúmeno pidiendo la horca para el todavía presunto autor del crimen es una décima más de share. Amarillo gana.