Cervantosis

¡Qué hartura, por favor, con la cervantosis! Quieran los cielos que superada la redondez de la efeméride, dejen en paz al manco en su presunto osario. Y esto escribe, se lo juro, un tipo que ahora mismo va por la segunda lectura de la sin par novela, sin contar las versiones liofilizadas que nos atizaron en lo que aún se llamaba colegio nacional. Admito que hay fragmentos excelsos, otros con mucha enjundia, bastantes que resultan divertidísimos, pero también toneladas de paja y partes que son auténticos pestiños. Respeto y entiendo que esté considerada una obra universal y, por descontado, que su autor ocupe el pedestal más alto de la literatura.

¡Leñe, pero hasta ahí! Están muy de más las soplapolleces supremas que nos ha tocado leer o escuchar en estos días de culto posturero. De acuerdo con esas gachupinadas, Cervantes es el inventor de la ironía, un protofeminista, un pionero de la multiculturalidad, un ecologista avant la lettre y lo que se le ocurra a cada juglar. Incluso, aunaba facetas contradictorias, como la de defensor a ultranza de la unidad española —véase el regalo de Rajoy a Puigdemont— o la de adelantado del derecho a decidir.

Y ya, si lo llevan al Congreso de los Diputados, como fue el infausto caso el otro día, ni les cuento. Aparte de las risas de ver al actual presidente del lugar glosando con prosopopeya prestada lo que se notaba que no distinguiría del As, fue digno de encantamiento de algún malvado gigante que los líderes de cada bandería usaran al escritor alcalaíno o al hidalgo de la Mancha para culpar a los otros del desgobierno. Con los políticos hemos dado, amigo Sancho.

Los huesos del manco

Y llegaron los días —el martes y ayer, de momento— en que se habló más de Miguel de Cervantes Saavedra que de Albert Rivera Díaz y casi tanto como de Pablo Iglesias Turrión. El plumilla veterano, papel que podría interpretar yo mismo, se rasca la cocorota con perplejidad ante el tremebundo espectáculo de necrofilia que se despliega por tierra, mar y aire. No hay portada digital o de celulosa ni programa de televisión serio, de varietés o cuarto y mitad (que ahora son la mayoría) que no se haya engolfado en la exhibición de los residuos, más que restos, del autor de Don Quijote. ¿Los reales? Miren, esa es otra: depende del entusiasmo y/o la afección con el régimen gaviotil, cada medio ha titulado que son las genuinas sobras del genial manco, que podrían serlo, que vaya usted a saber o que huele a que no.

Arriesgándome a pasar por el inmenso patán que seguramente soy, y desde el respeto más absoluto e incluso enorme admiración por Paco Etxeberria y el equipo científico que participa en la investigación, me pregunto por lo que supondría certificar que entre ese puñado de escurribañas se cuenten algunas que pertenezcan al escritor alcalaíno. Se me escapa lo que hay detrás de este fetichismo morboso o directamente macabro. Sí, me consta que se puede justificar como filigrana intelectual o, de modo más pedestre, acudiendo al dicho que sostiene que el saber no ocupa lugar. Pero, dado que en este caso, para saber hay que gastarse un pico público, me parecería más útil y justo destinar esos recursos a localizar, desenterrar e identificar los miles de huesos más recientes que esconden cunetas y barrancas.