He acogido con alegría, satisfacción y hasta gustirrinín la (previsible) sarta de improperios que me ha llovido por mi enésima columna sobre la pazguatería justificatoria de las matanzas cometidas en nombre de Alá. De algún modo, esas invectivas nada ingeniosas —¡Cuñau, cuñau!, es lo más que llegan a balbucear, en general— son la prueba del nueve de mi denuncia. Y ni siquiera puedo decir que lo siento. Simplemente, creo que estamos ante una cuestión de una gravedad extrema —si no de la mayor gravedad, puesto que hablamos de la vida y de la libertad de las personas— ante la que no caben contemporizaciones.
¿O es que tragaríamos con alguien que viniera diciendo que la culpa de los crímenes nazis fue del mal trato que se le dio a Alemania tras la primera Guerra Mundial? ¿No nos acordamos de la puta calavera de quien porfía que el 18 de julio se debió a los desmanes de la República? ¿Aceptamos acaso que el GAL, las torturas o la ilegalización de la izquierda abertzale política son la justa respuesta a los atentados de ETA? Pues con esto, exactamente igual, salvo pecado de banalización de las muertes ajenas o, peor, de complicidad.
Por lo demás, es perfectamente compatible señalar la hipocresía nada inocente de nuestros mandarines —que, efectivamente, amamantaron al monstruo— con la denuncia tajante y sin ambages del terrorismo islamista. Como ya anoté en una de las mil filípicas que he aventado sobre tan lacerante materia, la sana y procedente contextualización no debe obrar como coartada exculpatoria para las carnicerías. Y cuando acaba de derramarse la sangre, ¡qué menos, joder, que una condena!