Casi tengo que ayudarme de los dedos para hacer la cuenta. 38 años del hecho biológico, eufemismo oficial que se empleaba entre la aprensión, el horror vacui y el choteo. Al equipo médico habitual se le terminaron los circunloquios y el trozo de carne que llevaban meses tajando y recosiendo palpitó por última vez. Vaya muerte de mierda en varios sentidos. Para el finado, porque con lo que él fue, le tocó irse para el otro barrio hecho una puñetera pasa babeante, temblequeante e incapaz de controlar los esfínteres. Para sus millones de víctimas, porque la diñó cuando la naturaleza le puso el tope y ni un segundo antes, haciendo, si cabe, la derrota más humillante. Daba cosa brindar por algo tan escasamente heroico. Qué cabrón, al final ha tenido que palmar en su cama, decían algunos al chocar los vasos por un futuro… que tampoco fue como se lo imaginaban.
Esa fue otra. El tiempo demostraría que aquellas palabras del dictador que se tomaron por bravuconada voluntarista estaban llenas de verdad. Joder que si lo dejó todo atado y bien atado. Ahí tenemos a su sucesor a título de rey, Juan Carlos el breve, eternizándose en la jefatura del Estado. “De la ley a la ley”, dijo el prestidigitador hoy olvidado Torcuato Fernández Miranda, y fue cuestión de meses que el Fuero de los Españoles se transmutara en (sacrosanta) Constitución, sublimación suprema del lampedusianismo: todo cambió para que nada cambiara. Qué más da lo avanzado que pudiera parecer el texto, si junto a toda la morralla ornamental que no había intención (ni necesidad) de cumplir, se blindaba lo importante, oséase, la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, que gallea el artículo 2. Con las fuerzas armadas en el papel de garantes de la tramoya. Como paso previo, el gran gol por toda la escuadra, una amnistía que no era sino un decreto de punto final. Y Franco descansó en paz.