Luis Miguel pernocta al raso

Los números ocultan las caras, los nombres y las historias que hay detrás. Mil setecientos parados más en Euskal Herria en septiembre hasta sumar 172.000. Cuatro millones en el conjunto del Estado. No es un buen dato pero tampoco es tan malo, dice la anunciadora de las cifras, seguramente sin la menor mala intención y hasta con una calculadora científica de esas que nunca aprendimos a usar los de letras y un puñado de fórmulas macroeconómicas que podrían demostrar que tiene razón. Unas gráficas en colorines con sus parábolas y sus letras griegas bien puestitas serían capaces de probar que vamos camino de la recuperación.

La pena es que no pueda tirar de esa aritmética etérea y milagrosa un hombre llamado Luis Miguel Santamaría. Hasta junio vivió -es decir, sobrevivió- de la ayuda de 420 euros que este paraíso del bienestar limosnea a quienes han agotado la prestación por desempleo. Cuando perdió incluso eso, se quedó también sin techo y no tuvo más opción que coger cuatro mantas y refugiarse, junto a su hijo adolescente, en la única propiedad que le quedaba, un desvencijado coche granate aparcado en Sestao. Ahí pasaron el verano y tal vez podrían haber seguido hoy en el utilitario-patera de no ser porque las eficientes autoridades municipales tomaron cartas en el asunto. ¿Procuraron a Luis Miguel y a su hijo un lugar más digno donde pernoctar? Más bien no. Precintaron el destartalado vehículo y lo retiraron de la vía pública. Todo, por supuesto, con arreglo a la normativa legal vigente.

Incómoda realidad

Comprendo lo desasosegante que es leer esta historia en compañía de un cortado y un croasán a la plancha con mermelada, pero forma parte de la misma realidad por la que transitamos todos los días. No era mi voluntad ponerles mal cuerpo ni hacer que se sintieran culpables -no lo son, por descontado- o despertarles la angustia que da pensar que basta con que vengan mal dadas durante tres o cuatro meses para caer en una pesadilla como la que viven Luis Miguel y su hijo. Tampoco pretendía llamarlos a las barricadas.

Sólo quería -y no es la primera vez que lo intento en esta columna- llamar su atención sobre lo que se esconde tras esas cifras con las que hacemos malabares en los medios de comunicación. Ni más ni menos que personas. Algunas, como el protagonista del episodio que les acabo de narrar, terminan durmiendo al raso porque la autoridad municipal es implacable con los vehículos indebidamente aparcados en sus dominios e insensible hacia los verdaderos problemas de sus vecinos.

La mani por la culata

Es bastante más que una contrariedad que te hayan insistido mucho para que vayas a la mejor fiesta temática de pingüinos de los últimos años y que cuando llegues impecablemente caracterizado de un ejemplar de la especie Macaroni, te encuentres con que el sarao se ha convertido en un encuentro de fans de “La guerra de las galaxias”. Entre tanta espada láser, tú con tu ridículo disfraz de felpa te sientes como Javier Krahe con las flores para Marieta: como un gilipollas. Llevo día y medio leyendo y escuchando testimonios de personas que pasaron por un trago así en la manifestación del sábado pasado en Bilbao. La ilusión inicial por tomar parte en algo que quedaría en nuestra pequeña historia y que tal vez hiciera reflexionar a los señores de negro se mutó, a la hora de volver a casa, en la nada agradable sensación de haber repetido papel de primo.

Y no, no hablo de los dirigentes del PNV abucheados. Al fin y al cabo, los políticos tienen -o deberian tener- la piel dura. Me parece que el daño mayor lo recibieron las centenares de personas sin obediencia a siglas concretas (o con desobediencia consciente a todas ellas) que respaldaron la convocatoria creyendo sinceramente que su propósito era el enunciado en su largo lema. Para muchos era la vuelta a pisar la calle después de haber elegido la ausencia en los diez o doce llamamientos anteriores. Una ingenuidad que luego se revelaría propia de Winnie the Pooh les había hecho pensar que esta vez su humilde presencia tenía sentido.

Desconfianza

Ya no lo piensan y, para ensombrecer un poquito más la foto, el otro puñado de gente corriente que se quedó en casa después de sospesar si ir o no tiene ahora mismo la certidumbre de que tomó la decisión correcta. Lo que parecía que podría devolvernos unos gramos de confianza ha servido, además de para volver a poner bajo cero algunas mentes que iban recuperando temperatura, para profundizar los recelos. De nuestra tahona ha vuelto a salir un pan hecho con unas hostias.

¿Culpables? En esta ocasión no sirve mirar a los desactivadores de esperanzas, que han recibido la mercancía facturada a la medida de sus carcajadas y sus paternales admoniciones. “Ya os lo advertimos”, celebran ufanos. Tampoco creo en maniobras orquestadas. Pura inercia, me temo. Llevamos tantos años representando lo de la rana y el escorpión, que al final nos hemos creído los papeles respectivos y no hay forma de cambiar la fábula. Lo terrible es que tardaremos mucho hasta tener una nueva oportunidad para salirnos del guión.

Y tanto que oportuno, Txema

Los buenos artículos no terminan en el punto final. Su vida se prolonga más allá del papel o la pantalla del ordenador en la cabeza de los lectores, donde a modo de peculiares bífidus, renuevan la flora neuronal y dan lugar a un animado debate con uno mismo. Me ha ocurrido con el que publicó en estas mismas páginas Txema Montero hace una semana. Sus palabras se han hecho polizones de mis pensamientos y me han acompañado en mis frecuentes viajes al centro de lo que de verdad opino de nuestro interminable conflicto. Sobre estas cuestiones nunca hay un pronunciamiento definitivo, porque cada pequeño hecho -una declaración, un silencio- o incluso el cuerpo con que se levante uno, hacen que cambie el marcador. Si la firma de la izquierda abertzale ilegalizada en el documento de Gernika me hizo creer en el empate, el texto de Montero ha conseguido que me parezca factible la remontada.

Aferrémonos al pronóstico que nos dejaba en su corolario: “La cosa tiene recorrido, pero será largo y difícil aunque indoloro”. Si es así, resultará una ganga. Acostumbrados a hacer interminables excursiones a la nada de las que hemos vuelto de vacío y heridos por el fuego cruzado, si esta vez se trata sólo de andar, andar y andar, habrá muchos voluntarios para embarcarse de nuevo. Y los más escépticos o los más medrosos se irán sumando cuando comprueben que lo que Txema llama “allanar el camino de paz” puede ser cansino, pero no doloroso. Anoto aquí de cosecha propia que, con todo, hay que estar preparado para algún que otro rasguño.

Hechos inéditos

Sí, creo que es el momento oportuno, no porque lo diga el Ecclesiastés -que supongo que el autor utilizaba como recurso estilístico y que, al fin y al cabo, sólo es una letanía consoladora- sino porque están ocurriendo hechos inéditos. De pronto, miles de personas parecen estar dispuestas a dar de golpe el paso que, como recordaba Montero, los demás hemos ido dando de a uno (servidor, a los quince años y gracias a Trotski) o, como mucho, de a poquitos (léase Aralar, por no irse más atrás en el tiempo).

Me resisto a llamar “emancipación” a ese proceso porque es inútilmente ofensivo para quienes lo acometen, como si fueran menores de edad ideológica, y porque abunda en uno de los peores errores de todo este sinsentido: conceder a ETA un poder que no tiene. Cuando veamos con claridad que los tan recurrentes “balones de oxígeno” a la banda han venido con más frecuencia del otro lado de la línea imaginaria que de este, habrá llegado el “momento oportuno”. Ahora mismo.

Intereconomía, Época, Marichalar

Ya sé que no es para estar orgulloso de ello, pero éste que teclea con sus dos titubeantes dedos es una de las primeras personas que esnifó las ondas de la actual Intereconomía. Aclaro lo de “actual” porque antes de convertirse en el embrión del monstruo ultramontano que es hoy, esa marca ya estaba en el dial y, con más pena que gloria, hacía honor a su nombre dedicándose a dar consejos sobre qué acciones comprar o vender a la entonces creciente tropa de jugadores de bolsa amateurs. Fue en septiembre de 2004, recién caído el aznarato, cuando buena parte de los juglares del régimen desalojados de Radio Nacional desembarcaron en lo que yo bauticé para el Cocidito como “txiki-emisora alegal”, en alusión al tamaño y a la utilización de frecuencias que nadie les había asignado.

No sé cómo estará ahora lo de la legalidad, pero lo que sí es evidente es que lo de “txiki” ya no retrata a un emporio que a su radio ha unido uno de los canales de televisión no convencional más vistos de la TDT, dos revistas de heavy metal ideológico, un portal de internet muy frecuentado y un diario –La Gaceta– que se defiende divinamente en los kioskos, pese a la anunciada muerte del papel. Sus compañías en la trinchera mediática requetediestra, que al principio miraban por encima del hombro a los advenedizos, han tenido que echar la rodilla a tierra y admitir al grupo como miembro de pleno derecho de su club.

Milagro

¿Cómo se ha obrado este milagro político-empresarial? Con la más simple y vieja de las recetas, una que no se enseña en sofisticados MBAs: montando bulla y consiguiendo que se hable de ellos, aunque sea mal; incluso, mejor si es mal, que eso da más réditos. Ahí entran acciones como montarle un pifostio a alguien cuyo único delito es ser sobrina de Iñaki Gabilondo, liársela parda al Gran Wyoming, insultar a los homosexuales so pretexto de defender los derechos de los heterosexuales, o llamar “zorra” a una consellera catalana, por poner unos apresurados ejemplos.

Ahora acabamos de conocer que una de esas ekintzas pseudoinformativas le puede salir por un millón de euros. Es la cantidad que ha determinado un juez tras la denuncia de Jaime de Marichalar, juguete roto del cuento de hadas monárquico español, por haberse visto retratado en la portada de Época -el cuché del grupo- como adicto a la cocaína. Hay quien se ha alegrado y celebra el pellizco económico a los chafarderos. Yo soy más escéptico. Creo que el coste es calderilla para una nueva campaña publicitaria. Ya está amortizado, me temo.

Independencia, ja, ja, ja, judicial

Después del chiste de Cipriano, que me contó alguien cuya identidad jamás revelaré, lo que más me está haciendo reír estos días -quien dice días, dice años- es la expresión “independencia judicial”. Les juro que es escucharla y empezar a derramar lagrimones acompañados de estertores histéricos que me dejan el estómago como si hubiera hecho ochocientas abdominales. Menos mal que luego pienso en la indecencia de quienes llevan permanentemente en los labios ese mantra y se me corta el vacilón de raíz.

“Independencia judicial”, sueltan con solemnidad, mientras tienen el rostro de cambalachearse jueces que cojean de su pie a la vista de todo el mundo. Tres años han estado en ésas PSOE y PP para renovar el Tribunal Constitucional hasta que los de la gaviota, no se sabe si por claudicación o por estrategia, han depuesto su intención de colocar en la alta magistratura a un togado cuyo mayor mérito es ser tertuliano lenguaraz de Intereconomía y escribir un artículo semanal en La Razón. Enrique López se llama el interfecto, que tiene escrito que habría que prohibir a la prensa informar sobre sumarios secretos, no sea que se alborote el patio.

¿A cambio de qué?

Habrá que ver la contrapartida del canje, porque estas cosas no se hacen gratis. Ya comprobamos en la reciente y rocambolesca elección del presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco que la ideología de sus señorías sí importa. Que lleve tal o cual el teatral mazo de pedir orden en la sala no es anecdótico. Más de una vez y más de quince, supone la diferencia entre treinta años y un día o la absolución con todos los pronunciamientos favorables. No es precisamente una ingenua curiosidad la que lleva a los abogados a preguntar, como Perales, “¿Y quién es él (o ella)? ¿A qué dedica el tiempo libre?”

Si esto va a misa en la llamada justicia ordinaria, en la Champions League judicial -Superiores, Supremo y Constitucional-, donde las decisiones son pura política, se convierte en dogma de fe. Basta mirar la composición del sanedrín para adelantar, sin margen de error, su fallo. La única incertidumbre reside en si alguno de los juzgadores morirá antes de tiempo. Macabro, sí, pero ya ha pasado y, en el colmo del esperpento, los medios hemos subrayado en el titular de la necrológica la condición de progresista, conservador o tibio del finado.

Es muy comprensible el cabreo que provoca en los administradores de justicia este burdo etiquetado, pero en su mano está parar los pies a los políticos que los tratan como a cromos. ¿Lo harán?

Hoy 29-S, ¿y mañana?

A ver cómo les explico esta contradicción. Desde que se convocó, tenía claro que no secundaría la huelga de hoy. No había nada en ella que me resultara cercano. Ni mis intereses, pensando con el cerebro, ni mis apetencias, hablando con el corazón, encontraban reflejo en el paro. Como eso sonaba demasiado egoísta -”mis” y “mis”-, me pregunté si a alguien que no fuera yo mismo le serviría de algo mi humilde adhesión. Me pareció sinceramente que no, así que pasaré este miércoles trabajando. Y ahí viene la incoherencia: a pesar de ello, no me gustaría que esta jornada de lucha, pataleo, manifestación de la impotencia, o lo que sea, se saldase con un fracaso que haga frotarse las manos a quienes quieren al currela con la pata quebrada y la cabeza gacha en la cocina del tajo.

Me temo, como diría Chavela Vargas, que ni modo. Todo huele a que mañana ciertas portadas se reirán a carcajadas y los editoriales, que multiplicarán por ene “la violencia de los piquetes”, certificarán con algarabía la defunción de los sindicatos. Eso será hiriente, pero tal vez sea peor caer en la cuenta de que, consumada y consumida la huelga, ya no quedará mucho más que hacer para protestar. Vía libre para recortar sobre los recortes, para reformar sobre lo ya reformado. Cuando se apuesta a todo o nada, hay un riesgo cierto de que salga lo segundo.

Es tarde

¿Cuál era la opción? Sospecho que ninguna. Simplemente, era -es- demasiado tarde. Lo que un día tuvo cierto sentido que se llamara “clase obrera” hoy es un conglomerado heterogéneo de personas que apenas tienen en común su condición de asalariados. Por más voluntarismo que le echemos, no podemos poner tras la misma pancarta a una cajera de una gran superficie de venta de electrodomésticos que a duras penas araña novecientos euros al mes y a un empleado público que sólo por fichar tiene garantizadas catorce pagas de dos mil quinientos. Y más feo lo pintamos si, al protestar con razón por el ejemplo que he puesto, descubrimos que también hay trabajadores del sector público que no rascan los mil mensuales. La desigualdad era eso.

Nos hemos perdido en los genéricos, porque también cuando decimos “empresarios”, podemos referirnos a Amancio Ortega o a un matrimonio que tiene una degustación o una tienda de chuches y suda la misma tinta que cualquier soldador de La Naval para llegar a fin de mes y pagar a su único empleado. Las diferencias, me parece, son notables y a lo mejor empezar a verlas y asumirlas ayuda a plantear las necesarias luchas de otro modo.

De malayas y otras corruptelas

Cien abogados, 98 procesados, trescientos periodistas. Y no hablemos del pastón que alimentó la trama. Los del Caso Malaya son números de superproducción audiovisual, y como tal nos la van a administrar en vena. No hay más que ver las promociones pintureras con música de thriller que nos han venido atizando los canales de televisión para ir poniéndonos en ambiente. Ha comenzado el espectáculo.

Y en eso se quedará, en una gran función a mayor gloria del share que miraremos en la pantalla como cualquier otra serie de consumo. ¿Ficción, realidad? Tanto da. Dejémoslo en entretenimiento. Lo de menos es el pufo descomunal perpetrado -presuntamente, vale- por los glamurosos reos o el descorazonador retrato de la política que hay debajo.

La corrupción en los partidos es muy mediática, pero nada más. Los escandalosos titulares provocan respingos sin excesiva convicción, alguna que otra conversación de barra de bar o máquina de café -¡Qué sinvergüenzas, hay que ver!- y, en el fondo, mucha indiferencia. Ni un solo voto se pierde por el camino y no son raros los casos en los que un curioso efecto boomerang hace que los envueltos en marrones pasen de mayoría simple a absoluta, de caciquillos a cacicazos, con la bendición del pueblo soberano.

La conciencia tranquila

Gürtel, Miñano, Pretoria, Osatek… no pasan de ser nombres más o menos afortunados para mantener en marcha el carrusel informativo. En las ejecutivas se saben de memoria el protocolo establecido cuando el dedo señala a alguno de los suyos: un buen “Y tú más”, de saque, acompañado por la jaculatoria “Será la Justicia quien decida” y un irrintzi clamando por la presunción de inocencia. Si el micrófono llega a los directamente afectados, indefectiblemente escucharemos un “Tengo la conciencia muy tranquila” o, en el caso de los más audaces, “Estoy deseando que me llamen a declarar”. Luego, claro, se mueve Roma con Santiago para impedir la comisión parlamentaria correspondiente, que tampoco es cuestión de darle tres cuartos al pregonero.

Me temo que no queda otra que resignarse a la repetición de este ritual. Mientras no haya riesgo de recibir un buen mordisco en las urnas, los partidos no van a mover un dedo para limpiar sus bodegas de arribistas y chanchulleros. Los dejarán medrar a su antojo y hasta tirarán de ellos cuando necesiten -que será más de una vez- de alguien que sepa moverse por las alcantarillas del sistema. Si acaba cayendo el foco sobre los contratos a los amigos o las recalificaciones engrasadas, ocurrirá lo de siempre: nada.