1 de octubre. Dos años ya. O quizá, solo dos años. ¿El balance? Dependerá, seguro, de por dónde derrote ideológicamente a quien pregunten. Los soberanistas a machamartillo les dirán que el esfuerzo, incluyendo el tormento de muchos de los suyos, ha merecido la pena y que la causa está más fuerte que nunca. Los de enfrente sonreirán con suficiencia y porfiarán que los secesionistas no han avanzado un milímetro desde aquella histórica jornada en que los dueños de la fuerza no pudieron evitar que acabara habiendo urnas de plástico y que, mal que bien, se votara. Añadirán, además, que hoy la división en el seno del soberanismo salta a la vista y va a más.
¿Y cuál es la versión buena? El corazón quisiera decirme que la primera, pero la cabeza se empeña en que es la segunda la que mejor retrata la realidad actual. Tengo escrito un millón de veces que un día Catalunya romperá amarras con España con los parabienes —o, por lo menos, la resignación— de la comunidad internacional. Cualquiera que tome el pulso a la sociedad catalana, y especialmente a sus elementos más jóvenes, se dará cuenta de que no hay marcha atrás. Es sencillamente imposible revertir la brutal desafección respecto a un estado que ha respondido por sistema con la cachiporra y, casi peor, con el desprecio absoluto a las mil y una llamadas para hablar y dejar que la ciudadanía decidiera.
Pero ese momento de la ruptura no será mañana. De hecho, sostengo que el gran error de los injustamente encarcelados y expatriados, igual que de los que comandaban el Procés y han evitado esos destinos, consistió en hacer creer que la independencia era coser y cantar.