Como, gracias a una tara genética de mi estirpe, no me dejé contagiar por la alegría explosiva, me resultó muy sencillo mantener a raya al virus que trajo desde Bucarest la hiel amarga de la derrota. Es una curiosa cualidad que tenemos las almas atormentadas: nos pasamos la vida encabronados por lo que al común de los mortales se la trae al pairo y, supongo que en justa compensación o por simple instinto de supervivencia, nos volvemos de mármol mientras todo el mundo a nuestro alrededor estalla en llanto inconsolable. Con nuestra también innata incompetencia para la empatía, todo lo que se nos ocurre es hacernos a un lado y contemplar el siempre lírico paisaje después de la batalla perdida.
A eso me dediqué la noche del pasado miércoles. Cumplido el trámite de un programa que me habría encantado no tener que hacer, salí a la calle con el respeto con que se acude a los funerales para infiltrarme en la desolada marea rojiblanca. Muy esperanzador, el primer apunte para mi cuaderno de campo imaginario: decenas de pares de ojos con rastros de lágrimas aún evidentes eran capaces de componer, en sincronía con todos los demás elementos de los rostros, una sonrisa más que aceptable. Tengo todavía pegada en la retina la de la veinteañera morena con una camiseta de Toquero que, seguramente al verme tan mayor, quiso cederme el asiento en el metro. Renuncié a su invitación y me quedé de pie fisgando a hurtadillas cómo chateaba —whatsupeaba, en realidad— con un desenfado que impedía sospechar que apenas hora y pico antes se le había hecho pedazos un sueño. En el resto del vagón tampoco había nada que delatara un drama reciente.
No volveré a reconocerlo jamás en público, pero coincidiendo con ese pensamiento, se vinieron abajo mis defensas. Llegué a casa con los ojos humedecidos y la confortante convicción de que nuestros equipos —todos ellos— engrandecen incluso en las derrotas más dolorosas.