He probado leyendo, y nada. He probado preguntando, y tampoco. He probado imaginando, y ha sido divertido, aunque igualmente inútil. Arrojo, pues, la toalla y confieso enormemente avergonzado que no tengo ni la menor idea de cómo se rescata la economía de un Estado. Sí, claro, ya se que es cuestión de pasta -se “inyecta”, dicen- y hasta sospecho de dónde sale todo ese parné, que en realidad no son billetes, sino números con muchos ceros a la derecha. Donde me pierdo es en lo que pasa una vez que alguien toca el botón que da salida a todo ese chorro de dinero. ¿Llega a un número de cuenta? ¿Se reparte entre varios? ¿Y de ahí, a dónde va? Más importante: ¿Con eso se pasa el peligro? ¿Por cuánto tiempo?
Podría estar poniendo interrogantes hasta la columna del segundo martes del mes que viene, pero sospecho que sería un esfuerzo inútil. Cada gurú de la economía -eso ya lo he visto- tiene respuestas diferentes y contradictorias. El mismo sabio o la misma sabia, dependiendo de la hora del día y lo que marquen el Dow Jones, el Nikkei o el castizo Ibex, expedirán un diagnóstico o el contrario, argumentados ambos con idéntica convicción y siempre adornados con esa palabrería que al común de los mortales nos deja caras de vacas mirando al tren. Y ese es el drama, que el tren es el de la última película (o similar) de Tony Scott. Circula a toda mecha sin maquinista cargándose lo que encuentra a su paso. No se va a detener porque aquellos a los que votamos para que lo hicieran, no saben cómo frenarlo, aunque jamás lo confesarán. Por mal que vengan dadas, a ellos no les faltará la Visa Oro ni el chárter para ir a hacer footing a Seúl.
El capitalismo es historia
Desde el flanco izquierdo y en primera línea de peligro de ser arrollados, se le puede echar la culpa al malvado capitalismo. Tal vez sirva como pataleo para desfogarse, pero poco más. Ojalá el monstruo que nos devora el bolsillo se atuviera a las injustas pero comprensibles leyes de la plusvalía. Qué tiempos, aquellos en los que era tan fácil identificar al enemigo de clase.
Aquellos ricachos con sombrero de copa y frac lo eran porque comerciaban -o traficaban- con materias tangibles, contantes y sonantes. Y si invertían en bolsa, las acciones subían o bajaban siguiendo el ritmo real de negocios también reales. Hoy se compran y se venden números, puro humo. Ni siquiera sabemos quién pone el precio, pero sí que de tanto en tanto todo un Estado puede quedarse sin blanca para seguir jugando al Mononopoly. Y entonces, hay que rescatarlo, sea eso lo que sea