Lecciones, las justas

De alguna manera, sigo donde lo dejé ayer. Porque no tuve espacio para anotar todo y también porque me da pie a ello la previsible reacción de la bienpensancia a las líneas incompletas que firmé. De una parte, en realidad, la que me señala como apologeta de la caridad, que en su imaginario es sinónimo de humillación. Y no digo yo que no, incluso sabiendo que puedo hacerles una finta etimológica para relacionar la palabra maldita con el término cariño. Me llevaría medio párrafo que prefiero emplear, sin embargo, devolviéndoles su imagen en el espejo. Espero no darles un gran disgusto si les apunto a los justicialistas de pitiminí sus muchísimas similitudes con las señoronas empeletadas y con el cuello forrado de perlas que le echan un rato a la beneficencia, previo aviso a las cámaras. En el fondo, me temo que la animadversión —no diré que injustificada— a estas urracas visitadoras de asilos viene porque trabajan con la misma materia prima, la miseria ajena, que unos y otros pretenden en régimen de exclusividad.

Hago notar una paradoja que tengo certificada: no pocos de los que nos adoctrinan sobre el empobrecimiento progresivo son progresivamente más ricos. Han encontrado un filón en la denuncia de la desigualdad y la explotan con tanta maestría como impudor. Rizando el rizo, sus crecientes emolumentos provienen de los mismos emporios malvados contra los que lanzan sus feroces diatribas de carril.

Si considero invencible el capitalismo es porque ha demostrado que sabe rentabilizar el anticapitalismo y tener a su servicio lacayuno a sus máximos detractores. Sin ningún problema moral, además: no creo que el empresario Lara haga distingos entre los euros que le vienen de sus medios de comunicación para gente de orden y los que le llegan de su canal progre. Los negocios son los negocios, gran enseñanza de don Vito Corleone. Siendo esto así, en materia de solidaridad, lecciones, las justas.

El modelo que…

Como es público, notorio y pepitorio, la culpa de todos nuestros males la tiene el-modelo-que-nos-ha-traído-hasta-aquí. No hay sindicalista, tertuliero, portavoz político, aparcacoches o comadre de portería que no te lo suelte, venga a cuento o no, y acompañado de los aspavientos de rigor. Las conversaciones de ascensor han ganado mucho desde que a las muletillas habituales sobre el tiempo se ha incorporado la nueva cantinela que, por lo demás, tiene un notable efecto balsámico. Es pronunciar las palabras mágicas y sentirse con la conciencia fresca como el culo de un bebé recién bañado. Ya podían ser tan efectivos los bífidus del yogur, oigan.

Pero sin duda, lo mejor de este exorcismo que nos hemos apañado es que no conlleva compromiso de permanencia ni nos obliga a ser consecuentes con el contenido de la queja implícita expresada. Quiero decir que uno no tiene que devolver el Audi Q7, ni el cojo-smartphone, ni anular la reserva del restaurante ese donde cobran a millón las kokotxas embadurnadas en nitrógeno. Y como sé por dónde van a intentar pillarme, añado que en el más frecuente caso de que no se disponga de nada de lo anteriormente citado, tampoco se va a renunciar a tenerlo algún día. Sea en acto, sea en potencia incluso remotísima, el-modelo-que-nos-ha-traído-hasta-aquí —tan perverso, tan malvado, tan cabrón— sigue siendo la luz que nos guía.

Ahí reside el drama de la media docena de personas que estarían dispuestas a probar una receta diferente. A la hora de la verdad, se quedarían tiradas como un calcetín detrás de la pancarta. Si afinamos el oído, pero sobre todo, si conocemos al prójimo y tal vez a nosotros mismos, seremos capaces de comprender que prácticamente nadie pide otro modelo. Lo que se demanda, en todo caso, es volver al que-nos-ha-traído-hasta-aquí, pero en su dulce y confortable versión de hace, pongamos, cinco o seis años, cuando las injusticias las sufrían otros.

La clase obrera

Primero de mayo en la más cruda de las intemperies, y la clase obrera con estos pelos de haber metido el dedo en el enchufe. ¿La clase qué? Ande, señor columnista, no nos venga con antiguallas de rojo con artritis mental y sin cambiar de muda ideológica en años. Esa que dice usted se nos fue por el desagüe de la historia mientras el retén de guardia celebraba un gol, ya no me acuerdo si de Butragueño o de Sarabia. No hubo modo de salvarla. Hay quien chismorrea que fue un suicidio ritual, como aquel famoso de Guyana, pero también quedan dos o tres recalcitrantes hochiminianos que, cuando no están sedados, alborotan el frenopático con la especie de que fue un asesinato en masa planificado a medio camino entre Wall Street y la City de Londres.

¡Vaya! Se ve que estaba de Dios, o sea, de Marx, que al escribir sus obras no cayó en que toda su doctrina acabaría siendo un manual de instrucciones inverso para el monstruo que pretendía derribar. Quién le iba a decir al bueno de Don Carlos que lo de enfrentar al enemigo con sus propias contradicciones se llevaría a la práctica desde el otro lado de la barricada. A la postre, ha sido el capital el que ha sabido volver tarumbas a los currelas a fuerza de hacerles creer que si se empeñaban un poco (nótese el doble sentido del verbo), podrían hacer añicos el techo de cristal y elevarse por encima de su destino. Con qué ingenuidad se decía que el patrón sería ahorcado con una de sus propias sogas. Fue exactamente al revés. El obediente y confiado trabajador confeccionó la cuerda que, una vez pagada de su bolsillo en cómodos plazos, ajustó sobre su cuello. Fue el crimen perfecto. Y la lástima es que lo volvería a hacer.

Lo que no saben los que se alegran al ver las calles otra vez llenas de pancartas es que buena parte de quienes las portan no quieren superar ningún modelo ni cosa parecida. Aspiran a volver a soñar que pintan algo en este Monopoly.

¿Crisis sistémica?

Warren Buffett, un tipo que tiene el riñón forrado con más de cincuenta mil millones de dólares, concede que la humanidad está inmersa en una lucha de clases. Sería todo un detalle y hasta un motivo para la esperanza, si no fuera porque inmediatamente después añade con suficiencia y cinismo que es la suya, la de los que nadan en pasta, la que va ganado la contienda por goleada. Al otro lado de la acera ideológica, económica y ética, Julio Anguita es aun más cenizo y certifica la derrota sin paliativos de la clase obrera. Bien es cierto que, inasequible al desaliento y genéticamente peleón, el viejo profesor anima a pedir la revancha y a jugarla con la inteligencia que ha faltado en el siglo y pico anterior.

Por pura tozudez, me apunto a esa filosofía, aunque si lo que tenemos a la vista son los compases iniciales del nuevo partido, me temo que ya vamos palmando de nuevo. Ni siquiera creo que sea pesimismo vaticinar el vapuleo definitivo. De esta volvemos a los economatos, las alpargatas con agujeros y el cuarto de socorro de beneficencia. No todos, claro. Se librará la cantidad mínima de productores-consumidores necesaria para que siga rulando el Sistema.

¿Cómo que el Sistema? ¡Pero si nos han dicho que el puteo incesante que padecemos es el síntoma inequívoco e incontrovertible de que las oprobiosas cadenas están a un cuarto de hora de saltar! ¡Si hasta unos tales Krugman y Stiglitz, que tienen sendos premios Nobel de Economía como dos soles, juran que esto no es una crisis de chicha y nabo sino una señora crisis sistémica del carajo de la vela! El malvado gigante capitalista se derrumbará sobre sus codiciosos pies de barro, víctima de sus propias contradicciones, como anunciara el profeta Carlos Marx. Sí, no cabe duda. Va a ser exactamente así. No hay más que ver la tremenda preocupación del citado Buffett y los congéneres que lo acompañan en la lista de megamillonetis de Forbes.

El fin del mundo

Dicen que esta vez va en serio, que el mundo y la vida que hemos conocido están a un cuarto de hora de hacer el catacroch definitivo. Sin necesidad de que nos atice de lleno un meteorito o se nos lleve una marea gigantesca patrocinada por el cambio climático, llegará un armagedón de pantalón largo que nos devolverá de un rato para otro de la era del Iphone a la de la alpargata. Todo será caos, frío, oscuridad y desolación. Muy tarde para arrodillarse y entonar el Yo, pecador —por mi culpa, por mi gravísima culpa, bla, bla, bla— porque hasta Dios, en su versión tradicional con barba y triangulito en la cabeza o en la moderna con la M de Mercados en la coronilla, perecerá en el trance. Estaremos solos frente a nuestro negro destino.

Confieso que para ese trozo medio nihilista de mi que siempre ha sentido fascinación por el abismo la profecía apocalíptica resulta tentadora. Mal de muchos, ya se sabe, joroba menos. Siendo una putada quedarse de golpe sin curro, sin banda ancha y sin el marianito de los domingos, a lo mejor la desgracia propia se compensaba con la malvada satisfacción de ver, qué se yo, a Botín con las bermudas rojas deshilachadas excavando con sus manos la tierra para encontrar una raíz que llevarse a la boca. Mola la imagen, ¿eh? Ya, la pena es que eso no ocurrirá, porque todas las veces que la humanidad se ha ido al carajo desde la noche de los tiempos, que han sido unas cuantas, los de la estirpe del banquero fashion-victim han resultado indemnes. De hecho, lo normal es que salieran de cada batacazo con la cartera (aun) más abultada.

Resumiendo, ni crisis sistémica ni leches en salsa verde. El mundo, metonimia —el todo por la parte— que utilizamos para nombrar el capitalismo, se acaba por parciales y selectivamente. El día que se agota la prestación por desempleo, ya te puedes dar por fumigado. Pero tú, sólo tú. Los demás siguen en la rueda y algunos nunca caen.

Bienestar o así

Si levantaran la cabeza los que hace tres cuartos de siglo teorizaron e impulsaron el Estado del Bienestar, se llevarían un berrinche y una alegría. El cabreo vendría al comprobar cómo su obra está a punto de irse por el desagüe de la Historia. El motivo de alborozo, que probablemente no compensara lo anterior, sería ver que los que con más ahínco defienden hoy su fórmula son muchos de los herederos ideológicos de quienes se opusieron vigorosamente a su puesta en práctica.

A Keynes, uno de los padres originales de la idea, le haría seguramente mucha gracia saber que se ha convertido en poco menos que fetiche referencial de la izquierda. Como cuentan que tenía bastante ego y le encantaba ser sacado a hombros, tal vez ni se molestara en aclarar que su invento no buscaba exactamente promover una sociedad más justa. Antes que nada, como le escuché decir un día al profesor Gabriel Tortella, él era un tipo de orden al que no le gustaba nada encontrarse con barricadas en la calle. Y no era sólo por cuestiones estéticas o de seguridad. Sabía que la bronca continua hacía bajar sus toneladas de acciones en bolsa y sospechaba, no sin razones, que si el cabreo de los que no tenían nada que perder iba a más, sería su clase la que empezaría a pasarlo verdaderamente mal.

Siguiendo el clásico de Lampedusa, había que cambiar las cosas para que nada de lo esencial cambiara. La solución pasaba por dar a esos descontentos alborotadores un poquito para evitar que se quedaran con todo. Como demuestran las décadas de prosperidad que vinieron después (hablo del llamado primer mundo, claro), fue un gran hallazgo. Convertir a los desharrapados en clase media resultó rentable económicamente, pero también ideológicamente: si tienes coche y casa en propiedad, Marx no te resulta tan simpático, y Lenin, bastante menos. El capitalismo se había salvado. Se me escapa por qué ahora se pone en riesgo otra vez.

¿Refundar el qué?

Deberíamos recordarlo. No fue hace tanto tiempo. Un par de años, pongamos, cuando todo el monte económico dejó de ser orégano de un rato para otro y los chulitos que andaban expidiendo certificados de buena conducta financiera -Lehman Brothers, Merrill Lynch- dieron de morros en el empedrado, demostrando que en su pajolera vida habían aprendido a sumar dos y dos. Qué gran espectáculo, ver cómo los que tienen por religión acordarse de las muelas de los oprobiosos estados intervencionistas pedían sopitas trillonarias a sus odiadas administraciones públicas. Y ahí que fueron los heroicos dirigentes del mundo libre y no tan libre a echar paletadas de pasta del contribuyente que hicieran seguir la timba salvaje.

Como había que buscar una justificación para que los paganos de la broma no volvieran a tomar la Bastilla ni el palacio de invierno en un berrinche, los mandarines donantes vendieron el peine de que se trataba de evitar que todo se fuera al carajo. Por si no colaba, añadieron con solemnidad que todo el numerario entregado por la jeró tendría como recompensa la inmediata refundación del capitalismo. Palabra de Obama, te alabamos, señor. Lo habían prometido los contritos tiburones rescatados del arroyo. En los sucesivo, se afeitarían los colmillos y se conducirían con ejemplaridad franciscana. Un cuarto de hora nos separaba de la felicidad y la justicia universal.

Ya se ha visto, ya. En cuanto se les pasó el susto -si algún día llegaron a sentirlo-, volvieron a las andadas con ímpetu renovado y hambre atrasada. A este paisejo le dejamos la deuda a la altura del betún, a este otro le metemos las gomas hasta el corvejón con la prima de riesgo y a aquel otro lo compramos directamente al peso y en chapas de la Babcock. Y para que se sepa quién manda aquí -¡los mercados, oh, sahib!-, ponemos a todos los gobiernos a reformar y recortar derechos de sol a sol. La refundación era eso.