Otra vez Twitter y las chachitertulias de a cien pavos el cuarto de hora fueron una fiesta. Había motivos para la desenfrenada algarabía progresí: el paro volvió a crecer en agosto. ¿No es maravilloso? Qué zozobra, oyes, durante los últimos seis meses de descensos, que aunque fueran a base de empleos de mierda y burdo maquillaje de los números, amenazaban con hacer creíble la idea de que empieza a escampar y al personal le va llegando, quizá no para un gintonic reglamentario con ensalada incorporada, pero sí para un marianito y unas gildas el domingo a mediodía. ¿Qué sería de los profetas del apocalipsis si la cosa vuelve a ir regulín? Solo planteárselo provoca escalofríos rampantes en el espinazo. Iría contra el orden natural que establece que tiene que haber unos desgraciados, cuantos más y en peor situación, mejor, para que la izquierda de caviar lo sea también de Dom Pèrignon.
Abomino de la falsaria euforia gubernamental y de sus datos hinchados con indecencia creciente según se va acercando el momento de votar de nuevo, pero guardo similar desprecio hacia los que, agarrados a un currazo, celebran sin disimulo que otros lo pierdan. ¿Otra vez la proverbial equidistancia del columnista cascarrabias? Será eso, y también la impotencia de contemplar una paradójica alianza —simbiosis, nos dijeron en el cole que se llamaba— entre quienes nos conducen al desastre y los que, para seguir teniendo munición, necesitan que se cumpla la autoprofecía fatalista. Siempre, claro, con efecto único en la carne ajena de los que, como nacieron para martillo, del cielo les llueven los clavos, quieran o no.