Arnaldo Otegi ha dicho que la paz no habría sido posible sin el concurso de gente como David Pla, último jefe de ETA y ahora mismo, ingeniero de la estrategia de Sortu. Vamos a empezar por el principio, es decir, por la vaina esa de “la paz”. Por no embarrar el campo, por no echar los cagüentales que deberíamos haber bramado, hemos aceptado nombrar como paz al hecho de que ETA dejara de matar, secuestrar, extorsionar y perseguir. Pues no, queridos niños ingenuos y/o tramposuelos. Realmente, aquí nunca hubo una guerra. Qué sorpresa, ¿eh? Es verdad que se congregaron varias siniestras violencias de distinto signo, incluyendo una estatal disfrazada de paraestatal. Pero la inmensa mayoría de la población no respaldó ninguna de ellas. Se limitó, nos limitamos, a sobrevivir en medio de lo que, en todo caso, era una sangrienta trifulca entre bandas que, eso sí, nos llevó a una existencia miserable.
Así que va siendo hora de acabar con la falacia de los bandos. Solo hubo agentes que sembraban el terror y que, al margen de lo que dijeran defender, se parecían como dos gotas de agua. Daba igual en nombre de qué asesinasen. Por tanto, del mismo modo que cuando el Batallón Vasco Español o los GAL fueron al cese de negocio por liquidación no les agradecimos su contribución a la convivencia, tampoco cabe hacerlo con ETA. Al revés: como mucho, procedería afear a la banda lo que tardaron en dejar de dejar el asfalto perdido de sangre. En un gesto de infinita generosidad que no merecen los asesinos y los que ordenaban asesinar, podríamos no tratarlos como apestados sociales. Tenerlos por pacifistas es un puñetero insulto.