El Alzheimer de Suárez

El Suárez al que me siento más próximo no es el de los tardíos cantares de gesta compuestos y entonados, como les decía ayer, por los mismos que lo laminaron. Tampoco, valorando la notable valentía del acto, el que se negó a ponerse en decúbito prono el 23-F. Ni siquiera, con la fascinación que ejercen en mi los perdedores, el que tras haberlo sido todo pasó una pila de años haciendo bulto en un escaño remoto del gallinero del Congreso. La única versión del personaje ahora llorado y ensalzado hasta el ditirambo que me dice algo profundo es, curiosamente —o no—, aquella en la que solo se repara como metáfora para barnizar de lirismo dramático las loas, la del hombre al que la enfermedad le despojó cruelmente de la conciencia de sí mismo. Es con ese Suárez con el que me quedo, no la figura histórica, sino la persona que, como tantas otras miles que jamás ocuparán un segundo en los medios de comunicación ni una línea en las enciclopedias, pasó sus últimos años —¡nada menos que once!— en la nebulosa infranqueable del Alzheimer.

Si quisiéramos ver más allá de la pompa y la circunstancia, el infierno que han atravesado el expresidente y los suyos podría servirnos como llamada de atención sobre el día a día de quienes se enfrentan a algo igual de terrible… pero generalmente, con muchísimos menos recursos. Fue reconfortante escuchar a la doctora que lo ha atendido que, dentro de lo terrible de su situación, jamás le faltó calidad de vida. Por desgracia, o más bien porque este estado del bienestar solo lo es de nombre, la inmensa mayoría de los enfermos y sus familias no pueden decir lo mismo.

Los hechos son el camino

Nueve meses, once países y un sinnúmero de vicisitudes después, Guillermo Nagore levanta sonriente los brazos junto a la Puerta de los Leones de la ciudad antigua de Jerusalén. Los sentimientos se empeñan en la paradoja. Todos esos millones de pasos bajo la lluvia o el sol abrasador han sido, además de otras muchísimas cosas, un gigantesco acto de generosidad. Sin embargo, al contemplar desde casa y en pijama la imagen, el autor de estas líneas se ve invadido por un pensamiento egoísta: a ese que se ha pateado 6.086 kilómetros para que no nos olvidemos de los que se olvidan lo conozco yo. Y conozco también a muchos que lo conocen, que lo han acompañado en cuerpo, en alma, o de las dos formas durante este periplo que ha certificado literalmente que el movimiento se demuestra andando.

Ese ha sido, justamente, uno de los aprendizajes que le debemos a Guillermo. Allá donde casi todos nos conformamos con la queja liofilizada a través de Twitter, una columna o un cómodo micrófono, él se ha calzado las botas y ha tirado millas. Nos ha ilustrado sobre lo que va de predicar a dar trigo, de conformarse con lo que hay a no resignarse, de decir que todo está fatal a tratar de que deje de estarlo. ¿Una gota en el océano? Probablemente, pero seguirá siendo infinitamente más de lo que la mayoría, incluyendo a los que manejan los presupuestos y los recursos, hace frente a ese asesino silencioso y despiadado llamado Alzheimer y a todas las demás dolencias de su misma calaña traicionera.

No, el viaje no se puede terminar con esa foto junto a las piedras milenarias de la ciudad del eterno conflicto ni se puede quedar en las más que merecidas felicitaciones por haberlo emprendido y completado. La meta estará siempre un poquito —bastante, en realidad— más allá de las palabras bienintencionadas. La memoria es el camino, pero serán los hechos y solamente los hechos los que empiecen a cambiar algo.

Dependientes

Me han dicho que mi columna de ayer era muy dura. Hay incluso quien no pudo terminar de leerla. Aunque no escribo con la intención de remover estómagos —ni siquiera conciencias—, debo decir que me alegro de haber provocado esa incomodidad que, por lo demás, fue seguramente pasajera. Ahí está el problema: hemos desarrollado anticuerpos para borrar de nuestra mente lo que no nos gusta. En cuanto los radares detectan cualquier trozo de la realidad que nos puede hacer daño, activamos las defensas. Pero al cambiar de página, de acera o de canal, además de no solucionar nada, nos convertimos en colaboradores necesarios de una injusticia.

Es lo que ocurre no sólo con el Alzheimer, del que hablaba en el áspero segundo párrafo de hace 24 horas, sino con todas las cabronas enfermedades que se ceban con quienes están en tiempo de descuento. ¿La tercera edad? No, ese es un eufemismo sacaroso que sólo incluye a los que, respetados por la biología y medianamente por la cartera, están en disposición física de ser pastoreados a Benidorm o los destinos más exóticos que últimamente oferta el catálogo de Adineko o el Imserso. Me refiero a los que son pura y crudamente viejos o viejas, como tal vez nosotros mismos el día menos pensado, y ya no pueden hacer prácticamente nada por sus propios medios. En nuestra manía de buscar etiquetas que no arañen, los llamamos “dependientes”.

Una vez bautizados así, apenas son un epígrafe, generalmente con presupuesto simbólico o nulo, en el papel mojado de las políticas sociales. A los responsables de administrar esos escuálidos dineros públicos no les dan ninguna guerra. No andan por ahí navaja en mano, ni están ya para cortar el tráfico u ocupar una residencia con una patada en la puerta. Para colmo —esto sí que me pudre— no resultan una causa nada fotogénica, nada chachi, nada guay, para los solidarios de pitiminí. Sólo les queda aguardar la muerte. Y no llega.

La memoria es el camino

Guillermo Nagore, aguerrido ex-redactor jefe de Noticias de Gipuzkoa y, por encima de todo, querido y admirado compañero, acaba de dar el primero de los diez millones de pasos que lo llevarán desde Finisterre hasta Jerusalén. Tras la maravillosa chaladura hay un tanto así de aventura, seguro que otro de búsqueda de sí mismo (los periodistas nos perdemos mucho en nuestro interior), bastante de ansia de encontrar cosas poco trilladas que contar y, además de todo eso, una buena causa. Bajo el sugestivo nombre “La memoria es el camino”, el proyecto pretende abrirnos los ojos a la realidad del Alzheimer. Sí, también valdrían como sinónimos los manoseados verbos “concienciar” o “sensibilizar”, pero antes de llegar a lo que implican, hay que ser capaces de mirar de frente la incomodísima realidad.

¿Viejos que ya no recuerdan ni quiénes son? Quita, quita; qué mal rollo. Huelen a muerte en vida, a humores corporales sin control, a las mil boticas casi inútiles en que se les albarda, a los infames purés que les llenan de lamparones el camisón o el pijama tras la batalla campal que es darles de comer. Qué daño hace, además, que sean quienes te parieron, te frotaron el pecho con alcohol de romero o te secaron las lágrimas el día de la primera vacuna. Tú te acuerdas, pero ellos ya no. Probablemente, en su abismal nebulosa, ni siquiera acaban de comprender qué haces ahí durante horas y horas, por qué te empeñas en hablarles, en acariciarles, en besarles. Qué jodido que tú mismo —tú misma, porque la mayoría de cuidadores son mujeres— te hayas hecho las mismas preguntas en los no pocos momentos de debilidad de esa espera sin esperanza que es, simplemente, estar a su lado.

La respuesta es que lo haces porque nadie lo hará por ti. El Alzheimer no sólo llena de olvido a quien lo padece; también al resto de la sociedad, que lo convierte en invisible. La memoria es el camino. Vamos contigo, Guillermo.