Valoro enormemente el esfuerzo y las inmejorables intenciones que saltan a la vista en la elaboración del Informe-base de vulneraciones de derechos humanos en el caso vasco 1960-2013. Desde la propia denominación, que evita las palabras resbaladizas, se aprecia un decidido empeño de no herir sensibilidades. Algo que no podía ser de otra manera, atendiendo a las trayectorias —diría yo que impecables— de las cuatro personas que lo han llevado a cabo y firmado. Juan María Uriarte, Manuela Carmena, Ramón Múgica y Jon Landa han acreditado largamente de voz y obra un compromiso sin anteojeras con las víctimas de cualquier tipo de violencia. Del mismo modo, han denunciado firme e inequívocamente a los victimarios, fueran cuales fueran, y venciendo las perversas inercias justificatorias.
Sin embargo, a juzgar por algunas de las reacciones a su trabajo, parece que toda la competencia y toda la autoridad moral es poca. No deja de ser llamativo que en las descalificaciones se haya hablado simultáneamente de parcialidad y de equidistancia. Lo primero, además, desde banderías opuestas, y lo segundo, como si fuera el peor de los pecados. Se ve que aún estamos verdes, muy verdes, para empezar a asumir que el dolor ni se ha difundido ni se ha cultivado en exclusiva.
Tan o más desazonantes que lo anterior me han resultado las interpretaciones abiertamente ombliguistas de los datos que aporta el informe. En buena parte de los casos, las conclusiones se han ofrecido a modo de marcador, como si fuera una competición macabra. Tantos muertos frente a tantos otros. Con una extraña particularidad: hay quien ha obviado la cifra mayor, casi dando a entender que entraba dentro de lo razonable o de lo ya amortizado, y se ha quedado con la menor para exhibirla como agravio único. O peor, como prueba de que hubo motivos para matar según a quién. Algún día tendremos que acabar con estas lógicas tan ilógicas.