Con unas prisas y un triunfalismo que cantaban La Traviata, un medio de comunicación nada neutral en la guerra de las descargas echaba a volar las campanas el lunes. Según ululaba en lugar destacado de su portada digital, durante el primer fin de semana tras el cierre de ese antro de vicio y perdición que era Megaupload, a la peña le habían entrado unas ganas irrefrenables de ir al cine pagando. Tanto, que en Estados Unidos (donde, dicho sea de paso, lo de bajarse cosas no es una compulsión muy extendida) se había recaudado el triple que hace un año y en España la peli de Clooney había roto la pana, lo que se daba por síntoma de un subidón de escándalo.
Pronto las redes sociales, que son muy puñeteras, demostraron que esas cifras eran tan dignas de crédito como los presupuestos de la Comunidad Valenciana, por no citar otros más cercanos. Ayer los que miden en serio el furor cinéfilo terminaron de triturar la trola: en las taquillas de la piel de toro se recaudaron casi dos millones de euros menos que la semana anterior y cinco menos que hace exactamente un año. Un vivillo podía haber deducido, con la misma premura que los otros, que lo que hace daño de verdad al cine es chapar los abrevaderos gratuitos de farlopa audivisual, pero el bando pro-copieteo anduvo más prudente.
De este ruido sin nueces la única conclusión posible es, justamente, que es muy pronto para sacarlas. Habrá que ver unas cuantas tablas de ingresos antes de liarse a establecer causas-efectos de mesa camilla. Cortado el suministro, nadie sabe cómo se enfrentarán al monazo los enganchados al libre albedrío de archivos. Lo más probable es que, como ocurrió en el anterior fin del mundo —el cierre de Napster—, en unas semanas tengan listo un centro de abastos alternativo. A mi me encantaría, sin embargo, que se hiciera de la necesidad virtud y se probara de una vez el consumo selectivo. Eso sí cambiaría las cosas.
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Megahipocresía
En esto consiste la famosa brecha digital: medio mundo —redondeando— se tira de los pelos por el cierre de Megaupload y el otro medio ni sabe ni le importa a qué viene tanto pifostio. Pido disculpas, pues, a los segundos porque voy a marcarme unas líneas sobre lo que para ellos es un jeroglífico en sánscrito. Igualmente me excuso de antemano con los primeros, porque aunque yo también me he bajado lo mío y seguiré haciéndolo si tengo ocasión, no me siento víctima de ningún atropello intolerable. Me jode, como mucho, por los 20 euros que me pulí hace dos semanas —seré idiota— por una cuenta Premium para seis meses.
Por supuesto que me habría encantado que la caballería hubiera entrado con el mismo ímpetu en las sedes de las agencias de calificación o en los pisos francos de los especuladores financieros, que en términos comparativos han hecho bastante más daño que el seboso dueño del chiringo que acaban de cerrar. Sin embargo, por lo que he aprendido precisamente en algunas películas que me he descargado, tengo una idea aproximada de cómo funciona el invento. Simplemente, hay un tipo de delitos que se pueden practicar sin miedo a que te toquen un pelo y otros que, según el callo que pises, hacen que acabes con unas esposas.
Las mafias se rigen por el principio de jerarquía. El tipo este, por más multimillonario que sea, está en el extrarradio del organigrama. Cuando a los auténticos capos se les han hinchado las pelotas por la pasta que les hacía perder, han mandado al FBI —para secuaz vale cualquiera— a ponerle una cabeza de caballo en la cama. Esto va de gángsters de alta gama, no de libertad de expresión ni derechos fundamentales.
Todo mi respeto para quienes defienden con argumentos elaborados y sinceros la legitimidad del intercambio de archivos. Ninguno para los gurús que se hacen de oro propalando la especie de que, salvo ellos, los creadores tienen que trabajar por la puta cara.
Sinde ya no es nombre de ley
Celebro la derrota de la Ley Sinde en el parlamento español por varios motivos. Uno, porque le ha enfadado mucho a Alejandro Sanz, que nos ha salido cantor-protesta después de años de empalago prediseñado a mayor gloria del Hit Parade. Dos, porque mola que de vez cuando no cuele el cambio de cromos entre partidos. Y tres, porque bajo el pretexto de defender -noble causa- el derecho de los creadores a comer de vez cuando de su inspiración y su transpiración, lo que realmente buscaba era vía libre para empezar a cerrar webs que disgustasen a los señoritos, y sin siquiera tomarse la molestia de buscarse un juez que barnizase de legaligad la cosa. Como han dicho algunos, patada en el servidor y se acabó.
Me cuesta un esfuerzo mayor, sin embargo, compartir el bullicio de la facción más artificiosamente revoltosa, alegre y combativa de la red, esa que ha convertido en antorchas sus Blackberrys, Iphones o HTCs de quinientos euracos -conexión a precio de caviar aparte- en nombre del acceso universal y gratuito a la cultura. Espero verlos pronto igual de levantiscos frente a sus compañías telefónicas o los monopolios tecnológicos que les proveen de sus fetiches. O contra los Grandes Hermanos Google o Facebook, que nos llevan -sí, a mi también- cogidos del ronzal por esos cibermundos de los que se han apropiado sin mayores quejas de quienes antes creían pastar libremente por ellos.
Casi todo es negocio
Que me apunten para cuando empiecen tales guerras, que a esas sí voy. Esta, lo reconozco, la he visto desde la barrera porque, compartiendo el objetivo último (ya he dicho que la ley me parecía un engendro), no me sentía nada cómodo partiéndome la cara por unas webs, bastantes de las de descargas presuntamente gratuítas, que son tan negocio como las malvadas multinacionales. Tampoco veía qué se me había perdido junto a los cabecillas de la machinada, grandes gurús de corbata y maletín que dan conferencias con el caché de Lady Ga-ga y que publican libros con un pedazo de Copyright como la copa de un pino.
Pero seguramente lo que menos me ha convecido de la trifulca de estos días atrás ha sido el innecesario desprecio por los creadores que he percibido. Sobrepasa la paradoja montar un cirio de este tamaño para tener acceso libre a las obras de los mismos tipos a los que se despelleja sin compasión por peseteros, apalancados y no sé cuántas cosas más. ¿Queremos que trabajen para nosotros sin cobrar? ¿Es eso? Ya sé de sobra que no, pero a veces el trazo grueso de las consignas induce a la confusión.