Qué miedo

Hoy sí que no puedo negarlo. Esta es la columna de un cuñado. Escribiré sobre lo que no sé. Peor que eso, seguramente lo haré desde los prejuicios alimentados por el miedo. Confieso que es todo lo que hallo al palparme los bolsillos del alma: un canguelo creciente como el que a mi abuela le hacía llevarse las manos a la cabeza mientras se preguntaba adónde vamos llegar.

Pues les traslado tal cual la pregunta: ¿Adónde vamos a llegar (o sea, adónde hemos llegado ya) si en un abrir y cerrar de ojos es posible montar un desaguisado del carajo en los sistemas informáticos de gobiernos y multinacionales de todo el mundo? Lo nombro así, desaguisado, porque no tengo ni pajolera idea de la palabra más adecuada, al igual que se me escapan todos los detalles fundamentales del asunto. Y no será porque en las últimas horas no he leído y escuchado a individuos presentados por mis colegas plumillas como expertos en la materia. En general, todos (sí, la mayoría hombres) sonaban la mar de solventes, pero al traducir sus palabras, el mensaje venía a ser que lo mejor es que vayamos rezando lo que sepamos porque lo del viernes fue un menú-degustación.

Imposible no agarrársela llorona y filosófica ante tal panorama. Tanto esfuerzo, tanta pasta, tanto discurso engolado sobre la seguridad, y resulta que un grupo por lo visto no muy numeroso de tipos que ni siquiera sabemos si son malvados, guasones o buenos samaritanos, demuestra que somos vulnerables como gatitos recién nacidos. Según nos cuentan, de propina, para llegar al tuétano de la Bestia les bastó un agujero del mismo Windows que usted y yo usamos todos los días.

La sociedad es la culpable

Aún estaban perorando los que saben a pies juntillas que la política migratoria es cuestión de abracitos de oso y terrones de azúcar, cuando se sumaron al jaleo los expertos en psicología infanto-juvenil. Llegaron juntos y revueltos los megafachas, los requeteprogres, y los de cuarto y mitad con sus teorías a cada cual más lisérgica para explicar por qué un criajo de trece abriles se había llevado por delante a un profesor de un machetazo y dejaba heridos a dos adolescentes y otros dos adultos. Se entiende, ojo, que explicar sin que quedara medio resquicio a la duda ni a lo que pudiera desvelar una investigación posterior. Y así empezaron los unos a señalar la letal influencia de los juegos del interné, los de rol, y las sanguinolientas series de televisión. Tres diapasones más arriba, hubo un componedor de perfiles de urgencia que llegó a verter algún grado de responsabilidad sobre Ardá Turán y Valentino Rossi, ídolos deportivos del asesino alevín.

A la recontra, el sector zen dictaminaba con total certeza que, como de costumbre, no había otra culpable que la alienante sociedad que inocula en los seminiños un vacío tan atroz que lo menos que pueden hacer, ¡pobres angelitos!, es liar una escabechina. Pero sin mala intención, ¿eh? Solo como forma poca elaborada de reclamar la atención de sus mayores. Una pena y tal, lo del cadáver y los cuatros heridos, fruto, en todo caso, de no haber profundizado lo suficiente en esa mano de santo que llaman educación en valores.

Tíldenme como equidistante, pero les aseguro que me siento a tantos años luz de las versiones edulcoradas que de las tremebundas.

Hijo mío, no tuitees

Descarriado rapaz, dos puntos. Por tu culpa estoy que si me pinchan no sangro. ¡Tuitero! ¡Nos has salido tuitero! No podías haber hecho como tu primo Bernardo, al que le dicen ahora Beñat, que se metió en la ETA, no. O como el pequeño de la Trini, que está en Basauri porque atracó una farmacia. Qué va, tú siempre más y peor: ¡tuitero! Ya le dije a tu padre que ese esmarfon de los demonios o como se llame nos traería la ruina a casa. Todos esos aparatos son la peste, que se lo oí el otro día a un doctor muy listo en el programa de Ana Rosa. Os sorben la sesera a los jóvenes igual que la mopa de la teletienda agarra el polvo y ya ni sois personas ni nada. Bueno, a los jóvenes y no tan jóvenes, porque según se ve en la calle, hay cuarentones y cincuentones que se pasan el día venga y dale a mandar mensajitos enalteciendo esto y lo otro, que eso es lo que hacéis, no me lo niegues.

Te pareceré, como siempre, una exagerada, pero tú, que has estado en mis entrañas y has mamado mi leche, deberías comprender mejor que nadie mi sinvivir. Ya no es por las vecinas, que se hacen lenguas las muy arpías y cuchichean cuando me ven pasar que ahí va la madre del tuitero, que menuda educación te dimos o que ya se veía venir. Lo que de verdad me reconcome es el miedo a que cualquier madrugada echen la puerta abajo y sea la guardia civil para llevarte preso. Es oír pasos en la escalera y ponerme en lo peor. Y aquí sí que no me vas a decir que me monto películas, porque estos días en el parte ya han contado varios casos de infelices como tú que han acabado delante de un juez por tuitear. ¿O me lo estoy inventado?

Obama me espía

Obama me espía, cuánto honor. Como mi vecina Justi (nombre ficticio por si acaso), que tenía un cuaderno de bitácora donde registraba al detalle a qué hora salía, a qué hora entraba, con quién y en qué condiciones para pregonarlo después en la escalera. Una madrugada que sería más bien alborada, al adivinarla entre los visillos de su atalaya, hice como que se me caían las llaves y en el viaje a recogerlas le dediqué un calvo, creo que el único que he hecho en mi vida. Todavía hoy, cuando me la cruzo en el descansillo y le saludo con mi educación habitual, noto en ella un asomo de turbación provocada sin duda por el recuerdo imborrable de mis cuartos traseros. Los rosarios que habrá rezado esa mujer rememorando la escena.

Obama me espía, vaya por Dios. Tentaciones me dan de montarle idéntico numerito que a la sufrida Justi. ¿Pero para qué? A buen seguro que en mi expediente archivado vaya usted a saber en qué servidor del desierto de Mojave figura mi anatomía completa cartografiada en 3D, junto a lista de las páginas de internet que más visito y a una relación de las últimas chorradas que he comprado y pagado por PayPal.

Obama me espía, qué contrariedad. ¡Si por lo menos me dejara aclararle que entro tanto a la web de La Razón por motivos de trabajo o que aquel top fucsia ideal de la muerte que agencié en Amazon era un encargo de una prima de Cuenca! Le enviaría un email explicándolo, pero me da miedo que se lo tome a mal y flete un dron para que me apiole a domicilio; la dirección la tiene, por descontado.

Obama me espía, hay que joderse. Pero no solo él, que al fin y al cabo tiene un premio Nobel de la Paz y es el líder del mundo libre. También veo cámaras en cada sitio al que entro o por el que paso. En cajeros, parkings, centros comerciales, semáforos, hospitales, polideportivos, confesionarios… hay un objetivo que nos apunta. Miren al pajarito y sonrían. Creo que no queda otra.

Patéticos Goya

Confesé en su día sin ruborizarme que cada nochebuena me inyectaba en vena el discurso del Borbón. De perdidos a la acequia, me acuso también y además sin propósito de enmienda de castigarme todos los años por estas fechas con la gala de los premios Goya. Una de las diferencias entre ambos autoflagelos es que la chapa real no llega a diez minutos, mientras que el pestiño de la academia del cine español puede pasar tan ricamente de las tres horas. Eso, claro, sin contar los estomagantes previos paletos de la alfombra roja, que este año incluían como figurantes a unos gamberretes enmascarados que se pretenden guerrilleros y encuentran muy gracioso y muy revolucionario tirar páginas web porque ellos lo valen. No dejan de ser, por tanto, la versión del otro lado de la acera de su tan odiada ministra Sinde, sólo que ellos –Anonymous se autodenominan- gozan de mejor prensa y pasan por héroes para esa facción de internautas que cree a pies juntillas que los trabajos creativos ajenos les pertenecen por su banda ancha bonita. Tal vez me los tome en serio cuando los vea afanar de las estanterías los smartphones de cuatrocientos euros que gastan o cuando demuestren que también le hacen el sin-pa a las compañías telefónicas.

Vergüenza ajena… y propia

Ahí estaban, en cualquier caso, sirviendo de atrezzo a la gala más patética y casposa de cuantas recuerdo haberme echado a las pupilas desde aquella -año 1998- en que el entonces presidente de la academia, el sobrevalorado (opino) José Luis Borau, levantó sus palmas blancas para alborozo de algunas almas negras. Si algo demostró la llamada familia del cine español es que no necesita oposición externa. Se bastan y se sobran sus miembros para echar por los suelos su propia imagen. Guion de función de fin de curso de primero de ESO, interpretaciones ruborizantes sobre las tablas, caras de no haberse tomado el Álmax en el patio de butacas y, como guinda, un palmarés que apenas olía a vendetta o, como poco, a decisión salomónica. Hasta la irrupción del tonto del haba de la barretina encajó como un guante en el ridículo global de la noche.

Sólo se salvó -no creo que nadie lo dude a estas alturas- Álex de la Iglesia, que no tiene ni un solo motivo para lamentar haberse desmarcado por la banda de sus adocenados colegas. Pudo haberlos mandado a todos a cascarla a Ampuero, pero se conformó con un contenido discurso lleno de puntos sobre íes pronunciado, eso sí, con más vehemencia de la que en él es habitual. De poco sirvió. Nueve de cada diez no sabían de qué hablaba.

Sinde ya no es nombre de ley

Celebro la derrota de la Ley Sinde en el parlamento español por varios motivos. Uno, porque le ha enfadado mucho a Alejandro Sanz, que nos ha salido cantor-protesta después de años de empalago prediseñado a mayor gloria del Hit Parade. Dos, porque mola que de vez cuando no cuele el cambio de cromos entre partidos. Y tres, porque bajo el pretexto de defender -noble causa- el derecho de los creadores a comer de vez cuando de su inspiración y su transpiración, lo que realmente buscaba era vía libre para empezar a cerrar webs que disgustasen a los señoritos, y sin siquiera tomarse la molestia de buscarse un juez que barnizase de legaligad la cosa. Como han dicho algunos, patada en el servidor y se acabó.

Me cuesta un esfuerzo mayor, sin embargo, compartir el bullicio de la facción más artificiosamente revoltosa, alegre y combativa de la red, esa que ha convertido en antorchas sus Blackberrys, Iphones o HTCs de quinientos euracos -conexión a precio de caviar aparte- en nombre del acceso universal y gratuito a la cultura. Espero verlos pronto igual de levantiscos frente a sus compañías telefónicas o los monopolios tecnológicos que les proveen de sus fetiches. O contra los Grandes Hermanos Google o Facebook, que nos llevan -sí, a mi también- cogidos del ronzal por esos cibermundos de los que se han apropiado sin mayores quejas de quienes antes creían pastar libremente por ellos.

Casi todo es negocio

Que me apunten para cuando empiecen tales guerras, que a esas sí voy. Esta, lo reconozco, la he visto desde la barrera porque, compartiendo el objetivo último (ya he dicho que la ley me parecía un engendro), no me sentía nada cómodo partiéndome la cara por unas webs, bastantes de las de descargas presuntamente gratuítas, que son tan negocio como las malvadas multinacionales. Tampoco veía qué se me había perdido junto a los cabecillas de la machinada, grandes gurús de corbata y maletín que dan conferencias con el caché de Lady Ga-ga y que publican libros con un pedazo de Copyright como la copa de un pino.

Pero seguramente lo que menos me ha convecido de la trifulca de estos días atrás ha sido el innecesario desprecio por los creadores que he percibido. Sobrepasa la paradoja montar un cirio de este tamaño para tener acceso libre a las obras de los mismos tipos a los que se despelleja sin compasión por peseteros, apalancados y no sé cuántas cosas más. ¿Queremos que trabajen para nosotros sin cobrar? ¿Es eso? Ya sé de sobra que no, pero a veces el trazo grueso de las consignas induce a la confusión.