Al habla, un gran experto en decepciones. Ni se imaginan la cantidad de veces que me han abandonado en una gasolinera. O quizá deba decir que me he sentido así, porque uno de los aprendizajes de tantas y tantas frustraciones clavadas en la glotis es que la mayoría de los desencantos nos los curramos a pulso. Es nuestra candidez —en llano, pardillismo— la que nos hace concebir expectativas treinta pueblos más allá de las posibilidades reales. Con una capacidad de idealización a prueba de misiles nucleares, patéticamente necesitados de creer en lo que sea, levantamos mitos a partir de cualquier carne mortal que tiene pinta de no querer robarnos la cartera. El último, o sea, el penúltimo, ese ser que se ha demostrado humano, corriente y moliente que atiende por Alexis Tsipras.
Aclaro, antes meterme de en más honduras, que en estas líneas no me refiero a sus compatriotas, cuyos sentimientos respeto honda y sinceramente, sino a los millones de griegos vicarios que han crecido como setas a 3.500 kilómetros de las tierras helenas. Ya saben cuáles les digo, esos que cada rato histórico se apuntan a lo que toque en el ancho mundo. Ahí andaban, hace diez días, no más, gritando al líder de Syriza que querían un hijo suyo, proclamando que se lo comerían a besos (este ejemplo es casi literal) y con los pelos como escarpias ante su inmarcesible dignidad. Salvo tres o cuatro que aún le dan a la manivela de pensar, son los mismos que desde el lunes por la mañana lo han declarado traidor a mil y pico causas, mientras se ciscan en sus muelas por cobarde, gallina y capitán de las sardinas. Dan entre pena y risa.