Tal vez se soñaba uno de esos jugadores a los que sustituyen cinco minutos antes del final del partido para recibir la ovación del público. O un actor haciendo el mutis triunfal a media escena de caer el telón. La cosa es que se ha parecido más a la “Tocata y fuga de Lolita” —casposa película española de semidestape de los 70, por si no caen— o a escaqueo modelo Capitán Schettino, porque a ver a quién le apetece ser el que dentro de menos de dos meses anuncie desde el centro oficial de datos de Lakua que su partido ha sido corrido a papeletazos. Un marrón del que se libra.
En perfecta sintonía con lo que ha sido su gestión, Rodolfo Ares se va tarde y mal. Él dice, ya que no podía hacerlo su abuela, que le acompaña la satisfacción del deber cumplido [risas enlatadas] y que su decisión —atentos, que esta es buena— obedece a razones éticas. En todo caso, serían héticas, con hache, que como nos enseñó Cervantes, significa raquíticas o, más llanamente, esmirriadas. Si algo sabemos del personaje es que no hay condicionante ni remotamente moral que lo desvíe jamás de su trayectoria. Mejor estar al lado que en medio. Allá por donde pasa nacen clubs de damnificados que podrían llenar el Madison Square Garden… si se atrevieran.
Ahí le hemos dado, porque los mismos que me llamarán sectario cabrón por escribir esto viven en la zozobra constante de no disgustar al ganador de todos los congresos de su partido. Lo temen tanto como lo maldicen por lo bajini. Del mismo modo, los que lo ponen a parir desde el resto de las siglas es a él al primero que telefonean cuando surge en lontananza un trabajo de fontanería fina. Da igual que sea para hacer una ñapa en Loiola, soldar una santa alianza antiabertzale o montar un desagüe transversal por donde vayan los pelillos a la mar.
Como cada vez, Ares se va para seguir estando. ¿Alguien se acuerda de Iñigo Cabacas? Yo me declaro incapaz de olvidarlo.